Después de 13 años sin hacer cine, Leos Carax, quien fuera el niño terrible del cine francés, llamado a ser el heredero de Godard, está de regreso con una de las películas más interesantes y estimulantes de los últimos años. La ausencia en el timón no parece haberle afectado mucho su dominio de conducir una película. Con Holy Motors, Carax nos coloca al fin de la historia, en el fin del cine, pero en vez de hacer un canto de cisne hace un extraño canto de fénix. Un ave que renace a través de la tecnología (que se vuelve autoconciente) y la imaginación. La película de una temática por momentos hermética, siempre lúdica y fancamente bizarra, tiene, sin embargo, la directriz constante (y delirante) de ser cine sobre el cine --como un sueño lúcido o un desdoblamiento en el que el arte cinematográfico se contempla a sí mismo. Una reflexión metanarrativa: un actor que se sumerge en sus papeles al punto de que los vive con un realismo tan implacable que nos hace preguntarnos, como ocurre con una híper nítida alucinación, si no estamos todos actuando una serie de enigmáticos e ineludibles guiones cotidianamentes, siguiendo una trama insondable y quizás absurda, para satisfacer el oscuro designio de un público invisible. El histrión, el actor, el médium, el vehículo simbólico de una idea, de una obra, de una creación que se mimetiza con esa creación hasta el punto de fundirse inextricablemente con ella, como si estuviera realizando un sacrificio.
Holy Motors sigue la angustiante y extenuante jornada de un actor, Denis Lavant como Monsieur Oscar. Lavant es indudablemente el avatar de Carax (su elección también en la primera película que dirigió) que desdobla su personalidad, como ocurre en algunos juegos de realidad virtual. Lavant es una fuerza de la naturaleza, por momentos refinado, por momentos presa de una brutalidad que increíblemente logra balancearse en un péndulo --mago, mimo y acrobata tocado por Eros. Un actor clásico en el fin del mundo. Al iniciar Holy Motors, Carax despierta en una habitación franqueda por un tupido bosque trompe l'oeil. Al penentrar este cascarón, que podría ser un set, el director inmerso en su propia película avanza hacia una sala de cine --que es extrañamente también su casa-- para contemplar a un público anonadado e hipnotizado por el rito de la imagen en movimiento, no ya la magia sino la brujería del cine. Este es el preámbulo onírico que nos colocará en una narrativa por momentos rídicula pero casi siempre genial y llena de poéticos giros: como si fuera una celebración de lo que permite hacer el cine, desde la neurociencia en movimiento a la catarsis y al burlesque.
Cada una de las citas de Monsieur Oscar, el actor en el que se transforma Carax, se torna más extraña. El crescendo de intensidad y poética bizarria va de la mano de un aspecto de metaficción en el que se pone en entredicho la realidad. Sabemos que Monseir Oscar es un actor camaleónico pero su vida real se difumina –o solo existe a bordo de esta limusina que es a su vez un personaje, un motor sagrado, la tecnología animista (“si las paredes pudieran hablar”) al servicio de la creación cinematográfica. Carax juega con la disolución de las fronteras y el actor se convierte en parte de la obra, su cara no tiene forma, o tiene todas las formas: aquellas del momento que representa, anulando su vida fuera de la pantalla. Una pantalla invisible que lo persigue –las cámaras se han vuelto tan pequeñas que no pueden percibirse pero están en todas partes. La vida entera es un gran teatro y como tal el actor se convierte en el gran arquetipo transpersonal de lo que somos.
La hija en la película de Monsieur Oscar es la hija en la vida real de Carax. Sólo que no sabemos si esta hija es también una actriz, puesto que el acto de representación ha inundado todo lo real hasta reemplazarlo. En su segunda cita Lavant, avatar del director, literalmente se convierte en un avatar en un juego de video erótico en el que copula con una diosa sintética –una de las mejores escenas de sexo en la historia reciente del cine. Hecho de una sustancia plástica, siempre vehmente, Monsiuer Oscar es el encargado de crear la fricción fundamental –como el trickster o el joker--, el desorden que hace enfrentar a la vida en su misterio más crudo, sacrificándose para los demiurgos desconocidos que diseñan la trama.
La identidad de Lavant-Monsieur Oscar-Carax es una multiplicidad definida solo por la imaginación, por hasta dónde se puede llevar el juego de rol que protagoniza. La película es un imaginativo cuestionamiento de nuestra identidad. Desde que encontramos al personaje de Monsieur Oscar en su casa ya está actuando cuando regresa a casa en su última cita sigue actuando un extraño y trágico papel. Entre algunas críticas a Holy Motors se dice que es un sinsentido, que no se trata de nada o que es mera exploración surrealista. Pero su trama y su narrativa es la narrativa misma, como toda gran obra de arte, se trata del arte, que es el artificio de la naturaleza, la imitación de su enigma. Esta es la sensación que perdura, inquietante y hermosa. El cine que se observa a sí mismo, soñando despierto, conjurando imágenes que se apoderan de nosotros.