Interior de una habitación de redes, Google Data Centers
Para muchas personas, en todo el mundo, a todas horas, Google es el medio de acceso a la información con el cual interactúan más cada día. Antes que recurrir a una persona, a un libro, a un periódico o a algún otro recurso de almacenamiento y difusión de información, se abre un navegador de Internet y se teclea directamente en Google, antes incluso que otros buscadores, aquello que se desea encontrar.
Solo que esto último no es así de simple, es decir, a menos que se trate de un término de búsqueda sumamente preciso ―quizá el ejemplo más cabal a este respecto sean los nombres propios: de un sitio, un ingrediente de cocina, una planta, etc.―, esta se realiza sobre todo por aproximación, enumerando y sumando las palabras que, creemos, cercan siempre un poco mejor el horizonte del buscador.
O al menos ese sería un buen procedimiento a seguir. Porque aquí es donde, me parece, comienzan las preguntas. ¿Así es como buscamos todos? Supongo que no. Testimonios que de repente se difunden en Internet demuestran que algunas personas se acercan a Google con la misma actitud de quien, en una película o una versión caricaturizada, entra en contacto con un adivino: como si se tratase de una entidad humana, el campo del buscador recibe la pregunta textual del desolado ignorante en cierta materia. Esto es particularmente evidente en el caso de una enfermedad, situación en la que Google adopta el papel del médico a quien se le pregunta directamente qué hacer para curarse la tos o el dolor de estómago que se siente en ese instante.
Este acercamiento, sin embargo, es un tanto erróneo, pues aunque creación humana, el mayor buscador del mundo, y el más efectivo, es en esencia un robot, uno que estrictamente nada sabe de arqueología o de bacterias, de historia antigua o de cómo preparar cuscús, que a cada instante trata con información pero no con el contenido de esa información. Se trata un poco, para establecer un símil acaso injusto, de una especie de bibliotecario ciego y un tanto improbable que sabe dónde está el libro que pide una persona pero es incapaz de saber por sí mismo de qué trata ese libro.
En años recientes, claro, Google ha ganado en esa cualidad de la inteligencia artificial que se califica de “intuitiva”, pero, diré so riesgo de equivocarme, a fin de cuentas esta sigue siendo un cúmulo de algoritmos que el robot sigue para identificar información que está relacionada entre sí, pero no se trata de un proceso deductivo que haga entender a Google por qué quien busca “mayas” también podría estar buscando información sobre el fin del mundo.
Quizá por eso, aunque parece una acción elemental, saber buscar en Google no es después de todo una habilidad tan simple. Para las búsquedas comunes, que hacen miles de personas todos los días, puede ser que, por la ley que genera el hábito, los resultados deseados sean también los primeros en aparecer, pero en búsquedas más específicas la probabilidad de que esto último suceda es baja.
Google se revela especial, sorprendentemente efectivo, cuando llegamos a resultados que coinciden exactamente con lo que esperábamos encontrar o que sobrepasan, para bien, dichas expectativas.
¿Cómo sucede esto? Pienso que cuando la tarea de preguntar, de buscar, la hace menos Google que quien se encuentra del otro lado de la computadora. Lo que he querido decir hasta este punto es que, posiblemente, saber buscar en Google es la única habilidad necesaria en nuestra época porque no se trata, en modo alguno, de una habilidad menor.
“Je ne cherche pas. Je trouve", se dice que dijo Picasso en alguna ocasión: porque al buscar lo verdaderamente importante es hacerlo sabiendo de antemano lo que se quiere encontrar. Lo cual no es necesariamente una contradicción: la supuesta capacidad intuitiva de la inteligencia artificial es originalmente nuestra: la capacidad para seguir un rastro, ofrecer pistas, fabricarlas incluso por medio del razonamiento, establecer patrones, para ponderar y elegir la que se vislumbra como la mejor alternativa.
Cuando después de un término de búsqueda se teclean otros dos o tres, en cada uno de ellos están implicadas otras capacidades, habilidades y adquisiciones como la memoria y el conocimiento previo que se tiene de un tema, la facilidad para realizar síntesis y analogías, para cruzar campos semánticos distintos y encontrar zonas comunes y de contacto, el acervo lexicográfico y, en suma, una especie de espíritu renacentista y enciclopédico ―tan mal visto por ciertos sectores en las últimas décadas― que encuentra una correspondencia casi perfecta con la figura del bibliotecario que encarna Google.
Hay quien ingenuamente cree que ya no es necesario leer, ver las noticias, ir a la escuela, platicar con gente interesante e informada, conocedora de temas específicos, asistir a cursos y conferencias, visitar las librerías y llevarse un libro solo porque un detalle resultó atractivo (el título, la portada, la cuarta de forros) y del cual nada se sabía hasta entonces, leer revistas especializadas o las banales que se encuentran en un consultorio médico, ver películas y documentales y asistir a la ópera, hojear catálogos y recetarios y manuales para entrenar perros o aprender a jugar ajedrez, sentir curiosidad lo mismo por cosas serias que por las trivialidades del mundo, o cualquier otra actividad de adquisición de conocimiento que, felizmente, va en contra de ese injusto encasillamiento al que intentan condenarnos los mecanismos epistémicos de la modernidad. Para muchos todo esto es inútil cuando se tiene a la mano una computadora con acceso a Internet, que al parecer es todo lo que se necesita lo mismo para conocer el significado de una frase en mandarín que el número y nombre de las constelaciones que se observan esta temporada en el Hemisferio Sur.
¿Pero esto es cierto? ¿Cómo sabría por dónde empezar quien ni siquiera tiene una sola idea clara de lo quiere encontrar?
Twitter del autor: @saturnesco