René Magritte, Le Portrait de Paul Éluard (1936)
Escribir es para algunos un ejercicio vital que se realiza sin otra ambición más que la de sobrellevar los altibajos y vaivenes de la vida interior. Desde una perspectiva sumamente romántica, este es el caso del escritor “auténtico”, aquel que pone los conflictos de su existencia por encima de búsquedas que al final se revelan triviales como la celebridad, el reconocimiento o la trascendencia. Se escribe para tratar de entender lo que no se entiende, lo que nos sobrepasa, lo que quisiéramos ver resuelto o terminado. Para algunos la escritura es al mismo tiempo el laberinto y el hilo de Ariadna, el confuso edificio donde nada parece tener sentido y la manera que se elige para salir de ahí.
Sin embargo, también es cierto que sobre la escritura pesa una vasta tradición que no es sino una expresión de las estructuras más íntimas, más irrenunciables del lenguaje mismo. En sus Investigaciones filosóficas, Ludwig Wittgenstein se preguntó por la posibilidad de inventar un lenguaje privado, uno que solo una persona entendiera, uno que fuera tan personal que estuviera ligado con circunstancias netamente subjetivas, digamos, ese dolor de cierto músculo en el cuello que alguien sintiera todas las mañanas al despertarse (¿porque qué hay más privado que el dolor y la percepción inefable que tenemos de él?), el cual asociaría con un significante específico que a su vez pasaría a formar parte de un lenguaje: el lenguaje privado que solo su inventor entendería.
Solo que el asunto no es tan sencillo, pues en algún momento Wittgenstein se dio cuenta de que si bien la asociación entre significado y significante sería comprendida únicamente por quien la estableciera, no así el marco al que esta perteneciera, la manera en que dicho lenguaje se construiría. Wittgenstein advirtió que tal vez podemos inventar algo personalísimo, pero la manera en que inventamos, los métodos que seguimos, nuestros artificios falsamente originales, parten de una base ya existente, creada espontánea y socialmente, aprendida en cierto momento de nuestra vida, insoslayable en la medida en que es tan profundamente nuestra, que incluso se trata del recurso más eficaz que nuestra especie desarrolló evolutivamente para sobrevivir, eso a lo que con cierta comodidad conceptual nos referimos como cultura (con cierto matiz civilizatorio).
En este sentido, quien escribe por lo regular lo hace teniendo referentes conscientes o inconscientes que guían su práctica: recuerdos de sus lecturas, consejos de sus maestros, una sensibilidad adquirida que le dicta los parámetros de satisfacción en lo que hace e incluso, efectuando una reducción todavía mayor, mecanismos y estrategias que se siguen para conseguir un efecto, alcanzar un fin, plantear la causa que provoque la consecuencia de antemano conocida y esperada.
Esto, para algunos, es el ejercicio de la escritura: una práctica que puede enseñarse y aprenderse, domesticarse, reducirse a algoritmos y recomendaciones.
Y si bien la otra perspectiva es espiritualmente mucho más elevada, teniendo en cuenta las consideraciones de Wittgenstein, el escritor “auténtico”, “sincero”, también recurre a esas formas ya probadas, sobre las cuales amolda el mensaje que verdaderamente quiere transmitir, esas perlas por lo regular sentimentales, emotivas, que para algunos son los elementos básicos de la experiencia literaria, de la literatura que conmueve y transforma.
Es esta dualidad, me parece, la que convierte la literatura en arte, en una actividad que nos expresa independientemente de quiénes seamos, que de algún modo cumple el requisito de cifrar la condición humana (una concepción específica de ser humano, eso es cierto) a un grado tal que nos permita entendernos mejor o al menos confundirnos todavía más pero de una manera que podría considerarse fértil, dejando el campo abierto para más preguntas y no cerrado a la cómoda cosecha de las respuestas. Se trata, siempre, de la tensión entre las formas establecidas y aquello que quien escribe siente que no se ha dicho de ese modo en que lo está intentando.
La escritura es un ejercicio constante de concesión y descubrimiento: por un lado, quien escribe se ve forzado a sujetarse a reglas determinadas, a aceptar incontestablemente formas que ya existían antes y existirán después; pero, por otro, la escritura también viene acompañada de hallazgos inesperados, cosas que se descubren solo al escribir y que provienen de los dominios más íntimos y profundos del escritor.
Pienso especialmente en un tipo de escritura un poco realista, un poco autobiográfica. Entre quienes escriben partiendo de lo que han vivido, hay ciertos momentos en que la fidelidad del relato se quiebra, justo por una concesión o por un descubrimiento: o ese realismo ingenuo cede ante un recurso literario ―es decir, la descripción de la vida pierde importancia frente a la oportunidad que se presenta de reproducir cierto efecto que la sensibilidad o la experiencia reconocen como tal y en todo su posible alcance― o, en el otro aspecto, se llega a un descubrimiento, algo relacionado con ese relato vital que solo la reflexión posterior, el prisma de la escritura, hace ver ―un error cometido y entonces invisible, un gesto mal comprendido, una actitud incompatible pero inadvertida en determinada situación―, un hallazgo que se desea mostrar a toda costa, por lo inusitado del acontecimiento.
Entonces, pongamos por caso, se transcribe un sueño y la prisa por salir en la mañana nos hace rematarlo con un final que sabemos dramático o patético pero no necesariamente fiel a lo soñado (y entonces, apenas puesto el signo último, el soñante ya no sabe si de verdad el sueño terminaba así o de otra manera). O escribimos y la rememoración escrita de lo sucedido nos vuelve evidente, y acaso tranquilizante, el error de cálculo cometido en una búsqueda malograda.
Así, al escribir, es posible mentir doblemente: apegándose a la herencia literaria o haciendo explícitas las ficciones que nos creamos para dar sentido a lo que no entendemos.
Twitter del autor: @saturnesco