La estética es una categoría que comúnmente se asocia con valores positivos, localizable en un cuadrante en el que comparte espacio con obras artísticas, especímenes naturales, elementos diversos que de algún modo comparten la característica común de regocijar al espectador, de inspirarlo, de moverlo a la admiración y el asombro, pero siempre en un sentido casi edificante e incluso de algún modo moralmente bueno.
Sin embargo, en nuestro tiempo, caracterizado por la debilidad o incluso inexistencia de los llamaos “grandes referentes”, los que mantuvieron fija o clara la escala de valores en épocas pasadas, esta idea de estética también podría no ser ya del todo válida, sobre todo cuando advertimos que, al menos en el arte, la concepción del “mal” o de lo que podríamos asociar en su campo semántico, también se ha integrado como parte del discurso estético, el que tiene cabida en museos y galerías y prestigiadas exposiciones.
Recientemente Arnold Berleant, profesor de filosofía en la Long Island University y reconocido investigador de tanto de esta materia como de música, dio a conocer un ensayo en que examina los valores de la estética positiva y negativa en su relación con el terrorismo y su impacto como táctica política.
La justificación de Berleant para abordar este asunto radica en que la experiencia estética “ofrece una comprensión completa y directa del mundo humano” y, en tanto “la violencia y la depravación” forman parte de este mundo, parece lógico que estas formen parte también de sus exploraciones.
A partir de esta premisa, que parece sencilla en su inmediatez, puede no entenderse, sino comenzar a preguntarse por qué alguien como el compositor Karlheinz Stockhausen declaró que los ataques del 9/11 contra las Torres Gemelas de Nueva York fueron “la mayor obra de arte jamás relizada”:
Bueno, lo que pasó es, claro —y ahora todos ustedes deben ajustar sus cerebros— la mayor obra de arte jamás realizada. El hecho de que espíritus hayan alcanzado con un acto algo con lo cual nosotros, en música, nunca soñamos, que personas practicaran por diez años loca, frenéticamente, para un concierto. Y después morir. [Titubeando.] Y esa fue la mayor obra de arte que existió para el Cosmos entero. Solo imaginen lo que pasó ahí. Personas tan concentradas en una sola ejecución y cinco cientos conducidas a la Resurrección. En un momento. Yo no podría hacerlo. Comparado con eso, nosotros somos nada como compositores […]. Es un crimen, por supuesto lo saben, porque la gente no estuvo de acuerdo. Ellos no acudieron al “concierto”. Eso es obvio. Y nadie les dijo que serían muertos en el proceso.
¿Por qué, en términos generales, es posible decir esto y, más allá, ver un suceso tan catastrófico como el 9/11 en términos estéticos, como una “obra de arte”?
Berleant recupera uno de los conceptos más propios del arte que, no por casualidad, también está presente en los actos terroristas: la dramaticidad. Las obras de arte y los actos de terror comparten una cualidad dramática que al menos en cierto plano de sentido los equipara, los vuelve equivalentes. La capacidad del arte de conmover (justamente gracias a esta dramaticidad) también la tiene, aunque en otra dirección y con otros efectos, un acto terrorista. En el caso de este último, sin embargo, este efecto se lleva hasta el extremo y la radicalidad de poner a la “audiencia” en peligro, convirtiéndose así en una experiencia estética negativa.
El miedo como condición dinámica de lo sublime: así lo entendía Kant, así lo reafirmó el historiador Peter Burke. El miedo como circunstancia que suspende nuestra capacidad de razonas y, en contraste, aviva la de sentir. El miedo como otra zona común entre el arte y el terror.
Reconocer la estética en los actos de terrorismo —escribe Berleant—, incluso una estética positiva, no condona o justifica estas acciones, porque en el terrorismo la estética nunca viene sola. Reconocer su presencia tal vez nos ayude a entender la peculiar fascinación que el público tiene por eventos del teatro del mundo. Estos son, de hecho, actos de gran drama que nos fascinan por su marcada sublimidad. Pero el vigor teatral que nos impresiona con sus imágenes está indisolublemente ligado con su negatividad moral, e identificar estas con su sublime negativo es condenarla más allá de toda medida. Como un agente de la esfera social, el arte afecta al mundo entero. “Por atacar la realidad, el arte se vuelve realidad” (Emmanouil Aretoulakis).
En conclusión, el filósofo insiste sobre la “inseparabilidad” entre la moral y la estética. Una relación que solo utópicamente pueden mirarse desarticuladas entre sí, pues ambas, de algún modo, se inclinan sobre las obras de los hombres.