Uno de los rasgos más característicos del sistema en que vivimos es que todo es susceptible de convertirse en mercancía, en objeto que pueda comprarse y venderse. Y todo no es una exageración, es una realidad que cubre lo mismo los bienes más imprescindibles para la supervivencia, que circunstancias que se creerían lo suficientemente abstractas o profundamente humanas como para escapar de esta maquinaria.
Entre estas cabría incluir a la salud. La salud, se piensa no sin cierta inocencia, no tendría por qué ser algo tasable y sujeto a un precio, merecedor de una tarifa dependiente, como cualquier otro producto, de las leyes del mercado y del poder adquisitivo del cosumidor.
Y sin embargo es así, y las grandes farmacéuticas, el llamado “Big Pharma”, han encontrado en la salud humana la fuente de sus ganancias, una mina prácticamente inagotable que, además, amplían en su posibilidad de explotación con prácticas poco éticas que pervierten el que debería ser su verdadero propósito de existencia: la curación. Contrario a lo esperado, la industria farmacéutica no tiene como fin curar, sino ganar dinero.
Recientemente un columnista del periódico inglés The Guardian, Ben Goldacre, dio a la publicación Bad Pharma, un libro en el que detalla algunas de las estrategias más cuestionables que esta industria emplea para vender sus productos aunque estos no tengan ningún efecto positivo en la salud.
Goldacre señala en particular el hecho de que hay medicamentos que se lanzan al mercado a pesar de que las pruebas previas no sustentan objetivamente sus beneficios a la salud de posibles pacientes. Este es el caso de la reboxetina [reboxetine], una droga comercializada como antidepresivo de la cual el también médico descubrió que solo en 1 de 254 exámenes hubo resultados positivos (y que ese fue el único elegido para publicarse en revistas especializadas como prueba de sus efectos), es decir, que la reboxetina “no era mejor que una pastilla de azúcar”, un placebo.
Con todo, y a pesar de otra decena de estudios que confirmaron que la reboxetina no era mejor ni peor que otros medicamentos de su tipo, esta sigue vendiéndose y prescribiéndose. El sistema así lo permite, dice Goldacre, en alguna medida por el hermetismo con que, acaso intencionalmente, se rodean los resultados negativos en los estudios correspondientes.
Igualmente hay que tomar en cuenta que quienes son sujetos de estos estudios, quienes prueban por primera vez las que todavía son “drogas experimentales”, por lo regular son personas poco representativas de algo que podríamos llamar el promedio estadístico, personas en situaciones extraordinarias que por esta misma razón acceden a convertirse en conejillo de indias de experimentos “pobremente diseñados”.
Previsiblemente, estos ensayos tienden a beneficiar al fabricante. Cuando arrojan resultados que no agradan a las compañías, tienen todo el derecho a esconderlos de los médicos y los pacientes, para que veamos una imagen distorsionada de los verdaderos efectos de cualquier droga. Los reguladores ven sobre todo datos de ensayos, pero solo de las primeras etapas de una droga e incluso ellos no dan estos datos a los médicos o lo pacientes ni a otras áreas del gobierno. Esta evidencia distorsionada se comunica entonces y se aplica en una manera distorsionada.
Goldacre recupera también una investigación realizada hace un par de años por académicos de las universidades de Harvard y de Toronto que buscaron la relación entre estudios positivos de nuevos medicamentos (antidepresivos, drogas para úlceras y otros) y la entidad que había financiado dichos estudios. La desigualdad fue alarmante, pues mientras que el 85% de estudios financiados por industrias privadas arrojaron resultados positivos, esto mismo se cumplió solo en el 50% de los que pagó el Estado. Igualmente, con datos del 2007 para unas serie de drogas que reducen el colesterol llamadas estatina [statin], los investigadores concluyeron que pruebas financiadas por la industria farmacéutica tienen 20 veces más probabilidad de ofrecer resultados positivos para el medicamento en cuestión.
Esto sucede porque en no pocas ocasiones los ensayos se diseñan deliberadamente para complacer al patrocinador, por ejemplo, comparando la nueva droga con otra que se administra en una dosis inadecuada o un placebo que no producirá ningún efecto, seleccionando a un sujeto de prueba que por sus características haga que el medicamento muestre mejor sus beneficios y otros ardides tanto o más alevosamente sutiles.
A todo esto se añade el hecho de que, por lo regular. los resultados de estas pruebas se entregan en secreto al regulador que los validará —un engrane del sistema que, dice Goldacre, “es lo opuesto a la ciencia, la cual es confiable solamente porque todos muestran su trabajo, explican cómo saben si algo es efectivo o seguro, comparten sus métodos y sus resultados y permiten que otros decidan si están de acuerdo en la manera en que los datos fueron procesados y analizados”.
La pregunta casi inevitable es entonces si el medicamento que el doctor prescribe y el paciente consume de verdad lo está curando o si ambos no son más que dos marionetas en un perverso teatro guiñol de las farmacéuticas en donde mucho de lo que sucede solo es artificio y engaño.
[Guardian]