Desde la mañana o en un momento cualquiera de tu día, sin motivo ni causa aparente, surge y se apodera de tu pensamiento, de esos instantes en que tu mente parecía vagar plácidamente en el vacío y la nada: tranquila e indolente, emerge esa canción que se escuchaba una y otra vez en la casa de tus padres, el éxito de alguno de tus veranos juveniles, la canción que se escucha por todos lados en estos días y que aunque no te gusta ni has puesto nunca en ninguno de tus reproductores (ni en el personal, ni en el del auto, ni en ningún lugar), no te deja tranquilo.
“Earworms”, las llaman algunas personas, lo mismo en el habla popular que en la especializada. Esas “lombrices del oído” que van arrastrándose de la mente a los pabellones auditivos, y de vuelta, con aparente voluntad propia, sin que puedas controlarlas ni deshacerte de ellas. Una muestra clara de que en última instancia y a pesar de la metáfora platónica del auriga que gobierna los caballos de su carro, nuestra mente es en esencia incontrolable.
Para Oliver Sacks, el popular neurólogo, las earworms son, sin embargo, muestra clara de la amplia sensibilidad que nuestro cerebro tiene por la música, “apabullante y en ocasiones impotente”. Son también muestra del gusto que tiene nuestro cerebro por la repetición, esa obsesión suya (nuestra) por el orden que, en la música, es particularmente patente y necesario: de entre todas las expresiones humanas, la música (y sobre todo la popular) es la que más se apoya tanto en el orden como en la repetición (de ahí, un poco, la razón de su éxito, incluso, para no parecer despectivos, en piezas como las de Bach o Mozart). “La estructura de la música refleja la tendencia del cerebro humano a buscar patrones”, escribe Jonah Lehrer en uno de los capítulos de su Was Proust a Neuroscientist.
Por otro lado, esta espontánea aparición de cierta tonada —salvo cuando se trata de la sobrexposición propia de los éxitos pop— también habla de los mecanismos todavía no comprendidos de la memoria en general y, también, de la memoria particular de quien la “padece”: revela, por ejemplo, que si bien nuestra mente parte de una estructura de suyo incontrolable, no menos importantes son las experiencia que la van moldeando (un principio que parece hermanar a la neurociencia moderna con la propuesta freudiana y lacaniana de la subjetividad).
Quizá, en el fondo, la raison d’être de esas tonadas, aun cuando molestas o vergonzosas, sea darnos cuenta de que el caos, la espontaneidad y justo la inexistencia de una “razón de ser” son parte consustancial nuestra. Y, por otro lado, parece que el mejor antídoto contra ellas, el remedio contra estas lombrices, sea tomarlas como pretexto para comenzar a divagar (y así devolver a la mente su intención errabunda que le había sido arrebatada).
Con información de la BBC