I have nothing to say
and I am saying it
John Cage
John Cage es uno de los compositores vanguardistas estadounidenses más célebres del siglo XX, sobre todo porque parte de su esencia personal, de ese estilo que adopta un artista y que con el tiempo termina identificándolo desde casi cualquier ámbito que se le considere, fue una lúdica transgresión de lo establecido, un voluntad creativa oscilante siempre entre el genio y la broma, una especie de bufón shakesperiano que ofreció obras ambiguas ante las que el gran público no supo reaccionar si con una gran risotada de complacencia, un gesto de disgusto por haber sido defraudados o timados, la aprobación de los entendidos o el discreto asentimiento de los iniciados.
En este sentido, no es casualidad que la pieza más conocida de Cage sea 4’33”, esa radical exploración sobre la presencia del silencio en la música e incluso sobre la esencia complementaria de la nada en la existencia, conceptos ambos que, 4’33” lo demuestra, es imposible alcanzar y conocer en su grado absoluto. Del primero siempre habrá murmullos, respiraciones, la sutil fricción de un cuerpo contra el asiento, que solo por ocurrir ocupan su lugar en una azarosa y siempre cambiante partitura del instante; del segundo, de la nada, su imposibilidad queda de manifiesto justamente porque el vacío es solo ilusorio: apenas se le plantea, ya comienza a llenarse por el atenuado, cansino transcurrir del mundo.
4’33” es también uno de los mejores ejemplos para mostrar que la obra de Cage se distingue en buena medida de la de otros compositores, aun los más vanguardistas, por una profunda búsqueda conceptual que va más allá de la música. Con algo de teólogo y de místico, de monje budista y augur, Cage trató los fundamentos de la música tal y como por siglos se ha entendido en Occidente, en sus muchas aristas, más como ideas que deben ser examinas y puestas a prueba en un laboratorio mental, que como herramientas para la expresión romántica de la subjetividad y las inquietudes interiores.
Mi composición surge de hacer preguntas. Recuerdo una historia de las primeras clases con Schoenberg. Nos pidió que resolviéramos en la pizarra un problema sobre contrapunto (creo que era una clase de harmonía). Dijo: ‘Cuando tengan una solución, dense la vuelta para que la vea’. Lo hice. Entonces él dijo: ‘Ahora otra solución, por favor’. Di otra y otra hasta que finalmente tuve siete u ocho; reflexioné un poco y después dije, más o menos seguro: ‘No hay más soluciones’. ‘Está bien’, dijo Schoenberg, ‘¿cuál es el principio subyacente en todas estas soluciones?’ No pude responder la pregunta, pero siempre adoré al hombre y en ese momento todavía más. Él ascendió, por decirlo así. Pasé el resto de mi vida, hasta hace muy poco, preguntando esto una y otra vez. Y entonces se me ocurrió que con la dirección que tomó mi trabajo —es decir, con la renunciación a las elecciones y la sustitución de interrogantes— que el principio subyacente de todas las soluciones que di entonces era la pregunta que él había hecho, porque aquellas ciertamente no provenían de ningún otro punto. Él habría aceptado la respuesta, creo. Las respuestas tienen preguntas en común, por lo tanto la pregunta subyace a las respuestas.
Esta anécdota, posteada hace algunos días en la reseña de una biografía sobre Cage y sus relaciones con el budsimo zen, condensa algunos de los rasgos más distintivos de la empresa creativa del estadounidense. Destaca, sobre todo, esa voluntad casi infantil de considerar el mundo como una fuente de la que manan preguntas y no soluciones, una postura lúdica siempre dispuesta a solazarse con el enigma y el rompecabezas —sin poner mucha importancia o seriedad en su posible pero a fin de cuentas irrelevante solución.
A este respecto vale la pena recordar, así sea una de sus composiciones menores, la Suite para piano de juguete, un desafío claro al lugar que la música puede tener en nuestra vida diaria, a las falsas barreras que supuestamente existen entre el arte y la vida, la vanguardia y la cotidianeidad, la alta cultura y lo mundano.
Ahora bien, es posible que por desplantes como estos la obra de Cage pueda ser mal entendida, marginada de la tradición musical más canónica de Occidente. En alguna entrevista, el también compositor y director Pierre Boulez aseguró que el único alumno realmente notable de Schoenberg había sido Alban Berg, excluyendo tácitamente no solo a todos los que estudiaron bajo la égida del austriaco, sino sobre todo a John Cage, uno de los más conocidos.
Boulez, que sin duda tiene un entendimiento muy lúcido de la música y su universo, puede estar en lo cierto. Quizá, musicalmente, Cage no sea uno de los compositores más relevantes en el sentido usual que esto tiene en la historia de nuestra cultura. Sin embargo, pocos regatearán el hecho de que sus planteamientos, sus preguntas, el sustrato fértil en el que sembró sus ideas, resultan estimulantes para quien se acerca a su obra e intenta descifrarla, entenderla, situarse en un punto similar de duda y confusión. Y quizá esa sea su verdadera importancia.
“Si algo es aburrido después de dos minutos, inténtalo por cuatro. Si todavía es aburrido, por ocho. Luego dieciséis. Luego treinta y dos. Eventualmente uno descubre que no es del todo aburrido”.
Pocas personas como Cage han sabido catalizar el silencio, compenetrar el diamante en el que uno desaparece y se vuelve universo. Pero en esta misma pausa infinita, Cage también labró con palabras un cuerpo de conocimiento notable. Su escritura es aquella que resplandece por un momento en el agua y se desvanece: “lo mejor es «trabajar como si escribiéramos en el agua» (paráfrasis del epitafio en la tumba de Keats: «Aquí yace uno cuyo nombre estaba escrito en el agua», E. B.). Cuando se trabaja en el agua no queda nada. Así que podemos emplear cualquier técnica o género de ejecución musical porque el agua lo absorbe todo. Es una idea maravillosa", dijo el maestro del silencio.