"I rest not from my great task!
To open the Eternal Worlds, to open the immortal Eyes
Of Man inwards into the Worlds of Thought, into Eternity."
En lo personal me cuesta trabajo imaginar a una persona que reúna tantos y tan refinados talentos como William Blake. Su exquisito diálogo con el lenguaje, su impecable lucidez para observar y enlazar realidades, su elegancia para venerar el pulso divino del hombre, la imaginación, y su virtuosismo como grabadista, hacen de Blake una figura tan radiante que puede iluminar (con la misma probabilidad que desquiciar) a aquel que profundiza en su obra.
Afortunadamente este texto no aspira a ese épico ejercicio que sería realizar una semblanza de este genio británico. En realidad, solo trataremos de penetrar un aspecto que a pesar de impregnar la totalidad de su figura, lo cierto es que por si solo, lamentablemente, no le hubiese valido para entrar en los libros de historia: su desbordante misticismo.
Caroline Spurgeon, una de las críticas literarias más prestigiadas del siglo XX, enfatizó acertadamente en la resonancia espiritual de Blake.
Para Blake la ‘realidad’, es decir todo aquello con lo que interactuaba a través de su percepción, era intrínsecamente sagrada –lo cual me recuerda a aquellos dialectos tribales en donde no existe el termino sagrado pues no pueden concebir algo que no lo sea. Esta disposición a los planos etéreos fue causa, o tal vez consecuencia, de una serie de encuentros místicos que tuvo desde pequeño, y los cuales le acompañarían a lo largo de su camino.
A los cuatro años Blake observó a Dios mirando a través de una ventana. Cinco años después experimentaría una especie de desdoblamiento espiritual que le colocaría frente a una singular escena: “un árbol repleto de ángeles, brillantes alas angelicales cubriendo cada rama como si fuesen estrellas”. Sobra decir que estos episodios marcarían el resto de sus días –incluso podríamos especular si actuaron como detonador de sus exquisitas dotes artísticas.
En su libro Sages and Seers (1959), el gran erudito de lo oculto, Manly Palmer Hall, incluyó a William Blake como una de las figuras prominentes del mundo de la magia –el genio británico aparece junto a personajes como Jacob Boehme, Nostradamus, Francis Bacon, y el Conde de St Germain. En lo personal el hecho de que Blake haya librado la estricta aduana que Hall seguramente impuso para ser incluido en esta exquisita selección, confirma que en él, como en pocos, se consumó el matrimonio entre el mago y el artista (fenómeno honrado por todo genuino practicante de la alquimia).
Su capacidad para acceder a ‘otros’ mundos labró en Blake la épica misión de fungir como el mensajero del amanecer de una nueva era, la cual se sustentaba en la posibilidad de la regeneración espiritual como un ejercicio accesible para todo hombre que estuviese dispuesto a ver las cosas como realmente son, esencialmente divinas. El haber interpretado así sus visiones intensificó su sublime producción artística y favorecería un estilo de vida inmerso en latitudes regidas por una especie de ética cósmica que manifestaría en cada una de sus acciones –la congruencia expresada en su máximo esplendor.
Otro rasgo propio de los grandes maestros y que podemos ubicar en Blake es la pureza que rigió su relación con la naturaleza, el cuerpo de la divinidad. Para él, la observación de los ritmos y patrones que emergían del anima mundi, de la natura, servían como un mapa para descifrar las unidades más profundas del conocimiento. Su intimidad con la natura quedó inmortalizada en frases tan hermosas como aquella que advierte que "grandes cosas suceden cuando los hombres y las montañas se encuentran".
En el epicentro de la metafísica Blakeana encontramos una figura central de nombre Albion (estrechamente ligada al anthropos de los Gnósticos). Este gran Ser, del cual “la Naturaleza es su Cuerpo, y Dios su Alma” corresponde a la noción del hombre arquetípico que advertía Platón. Es la materia que se manifiesta en un cuenco, pero a la vez el vacío. Es la flor que emerge, pero a la vez la tierra de la cual se alimenta y el cielo al que apunta. Es el Gran Hombre al cual refiere el Zohar, es el hombre que replica el Universo, que sintetiza la humanidad completa, el enlazador del micro y el macrocosmos.
En el momento en que Albion extravía un fragmento de su autoconciencia como un ser eterno e infinito, entonces aparece la división (simultáneamente la ilusión y el desastre). Con esta fragmentación la Unidad se olvida a sí misma, y el gran ser pierde coherencia. Este acto de ruptura se expresa en el brahamanismo místico bajo la afirmación de que el Ser Universal contiene una potencial polaridad, la cual al ser activada le induce en un sueño divisorio. La equivalencia terrenal de este fenómeno vendría siendo el momento en el cual el hombre se convierte en esclavo. Esta esclavitud no solo implica el control físico de su cuerpo sino el control mental, dinámica en la cual el miedo, actúa como protagonista.
En su libro antes citado, Manly Hall expresa así este proceso que involucra la aparición de los tiranos:
“El hombre común debe ser mantenido en un estado de temor. Debe temer la vida, la muerte, a Dios, al Diablo, y a aquellos maestros mortales que se han autoproclamado los guardianes de su destino”
De manera recurrente Blake nos alertó sobre estas entidades que capitalizaban el miedo de los hombres. Desestimaba las verdades infalibles que pregonaban las instituciones mundanas y advertía que aquellas doctrinas que uno debía asumir sin cuestionar eran meros mecanismos de control. Sin embargo, Albion puede ser despertado de su letargo al reintegrar su naturaleza segmentada y retornar a la unidad original. Y precisamente a está redención es al estado al que su obra nos invita –una reconexión con la divinidad sin necesidad de intermediarios, en particular de instituciones. Si bien este despertar puede ser llevado a cabo solo por la propia persona, con la confianza de que estamos diseñados para reintegrarnos al todo, lo cierto es que a través del arte el hombre puede purificar su naturaleza y retornar así al Edén (una vez más remitiéndonos a la máxima alquímica). Y es aquí donde confirmamos que Blake concebía su práctica artística como una herramienta esencialmente mística, incluso de rebelión metafísica, que tenía como fin primario el fomentar canales hacia la reintegración del hombre Albion.
Para aquellos a los que, aún después de leer los párrafos anteriores, les resulta cuestionable la inclusión de Blake en esta serie dedicada a Grandes Maestros del espíritu, resulta pertinente aclarar que este excepcional personaje no solo tuvo acceso a ese pulso prístino de sabiduría, el mismo que es anhelado por muchos (y que la mayoría no puede siquiera concebir), sino que al acceder a ese improfanable jardín del conocimiento se autoimpuso la más noble de las misiones humanas: compartir el más preciado bien del cual disponía –y así servir de enlace entre ese y este mundo. Cabe recordar que en distintas interpretaciones místicas los ángeles, maestros ascendidos, u otras figuras del estilo, se caracterizan por, tras haberse librado de la rueda del karma (ese loop existencial que retarda nuestra eventual implosión hacia la unidad, estado conocido como iluminación), regresan al plano de lo mundano para servir como facilitadores de la luz al resto de las personas.
A fin de cuentas, más allá de cánones artísticos, de análisis estilísticos, o de roles históricos, la obra de Blake es en sí una herramienta evolutiva dispuesta a orientarnos hacia la integración definitiva con el todo. Al referirnos a Blake podríamos hablar del gran artista que penetró la eternidad etérea, sin embargo quizá fuese más acertado parafrasear al revés, algo así como el gran místico que hallo en el arte su discurso predilecto. De esta forma remarcaríamos que si bien la fama le llegó por medio de su labor en las letras y la pintura, lo cierto es que Blake fue, antes que cualquier otra cosa, un sabio avocado a refinar nuestro sentido de lo divino, con el fin de acercarnos a nuestra respectiva emancipación.
Twitter del autor: @ParadoxeParadis