Casi desde siempre el arte ha tenido como misión no declarada escandalizar a la sociedad y los individuos, sacudirlos del letargo en que se encuentran siquiera por un instante para suscitar la duda, la reflexión, el cuestionamiento de su realidad inmediata, de sus valores y sus creencias.
En este sentido quizá no sea tan sorprendente que, luego de varios siglos de historia, ciertas manifestaciones artísticas recurran para conseguir tal efecto a maniobras radicales, extremas. A diferencia de otras épocas, pareciera que en la nuestra ya no bastan los desnudos en la pintura, los cambios abruptos de técnica o algún otro recurso controvertido para objetar la permanencia del statu quo. Ahora, dicho literalmente, se pone mucho más en juego.
Un ejemplo sumamente elocuente de esta situación que se vive en el arte contemporáneo se encuentra en Marc Quinn, artista británico nacido en 1964 que, aunque de obras siempre polémicas, recientemente levantó mayor revuelo al presentar un busto moldeado a partir de sus propias facciones pero cuyo material, sorprendentemente, no es otro más que sangre congelada: su propia sangre. Repitiendo la operación cada cinco años para obtener sendas esculturas.
Inspirado por los autorretratos de Rembrandt (de donde tomó algo de ese carácter serial y complementario entre cada una de sus partes), Quinn asegura que su trabajo expresa la “preocupación por la mutabilidad del cuerpo y los dualismos que definen la vida humana”, además de otras ideas un tanto menos ambiguas que tocan el corazón mismo de la manera en que el arte se recibe y se reproduce en las sociedades occidentales modernas:
En un sentido gracioso pienso que “Self”, la serie de cabezas congeladas, trata de la imposibilidad de la inmortalidad. Este es un trabajo artístico sobre el sustento de la vida. Si la desconectas, se convierte en un pozo de sangre. Solo puede existir en una cultura donde el cuidado por el arte es una prioridad. No es probable que sobreviva revoluciones, guerras ni disturbios sociales.
Así, “Self” parece apropiarse de una zona incómoda, todavía no delimitada, entre el arte y la vida, el cuerpo y la creación, los preceptos y las expectativas. Una región que, sin leyes ni reglas, tiene al artista como soberano.
Con información de The Huffington Post