Los tornados son sin duda una de las manifestaciones más impresionantes de las fuerzas de la naturaleza, de ese vigor indómito e irrefrenable que reduce a nada y en un momento las obras de los hombres.
Con todo, si ya en la destrucción hay lugar para una idea de belleza, el tornado mismo puede mirarse como un objeto estético único, figuras que cumplen a cabalidad los criterios mínimos por los que consideramos algo sublime o hermoso.
Partiendo de esta premisa y de su fascinación personal por dichos fenómenos, el fotógrafo británico Ryan Hopkinson realizó una serie en que deja constancia de la gracia existente en estas formaciones aéreas.
Hopkinson, sin embargo, no visitó alguna de las regiones caracterizadas por el azote periódico de los tornados, sino que, como buen artista, recreó estos en su estudio, un medio controlado en el que además pudo alterarlos con atractivas coloraciones.
Para conseguir las imágenes (en las que no hay ningún tipo de retoque posterior con software especializado), Hopkinson utilizó un extractor de aire industrial que colocó en el techo y cuyas aspas generaron los vórtices que son como el corazón o el motor de los tornados. Asimismo, cuidó que el entorno fuera el adecuado en todos los aspectos: una superficie amplia, el control de otras corrientes de aire, etc.
Después de varios intentos malogrados, el fotógrafo obtuvo al final una veintena de tornados, todos de poco más de un metro y, asegura, “con sus propias personalidades y medidas”.
El resultado, inesperadamente, sitúa a estos tornados en un punto equidistante entre la fotografía, la pintura, la fantasía que casi siempre acompaña a la miniaturización y, sí, el evento natural.