En alguno de sus libros el historiador inglés Eric Hobsbawm asegura que el género detectivesco es uno de los más conservadores en la historia de la literatura, incluso en sentido político, pues todos sus recursos, sus resortes y el motor de su movimiento narrativo están orientados a una sola meta: restituir el orden social. Un asesinato, un robo, un crimen de cualquier índole, representan ofensas a una sociedad que entrega al detective ―tácita, ingratamente― la misión de reparar el daño, de devolver todo a la normalidad del statu quo y el establishment.
Esta tesis, que quizá no necesite mayor demostración, podría apoyarse en otras ideas que Michel Foucault desarrolla a lo largo de su ya clásico Vigilar y castigar. Por ejemplo, si tomamos en cuenta que el llamado género policiaco nace a mediados del siglo XIX con la publicación de “Los crímenes de la calle Morgue” de Poe y que pocas décadas después este modelo se volvería canónico con el inusitado éxito de Sherlock Holmes, parece coherente que dicha celebración del orden sea una manifestación en la literatura del amplio proceso epistémico animado por la noción de disciplina y vigente desde al menos un par de siglos antes. Hacia el final de los 1800, este complejo movimiento social, individual y fundamentalmente de la obtención del saber, había adquirido la suficiente sutileza como para colarse a las actividades del ocio, el placer y el tiempo libre ―entre estas, la escritura y la lectura.
Así podría explicarse, socialmente, por qué dichas narraciones han sido tan populares incluso desde sus inicios. Pero en la actualidad podrían añadirse causas más profundas que se remiten a la naturaleza más irrenunciable del ser humano, especialmente a la luz de las revelaciones que la neurociencia va haciendo sobre el funcionamiento de nuestro cerebro y los mecanismos elementales que este pone en marcha para aprehender la realidad.
Hablando de música, el ensayista Jonah Lehrer, uno de los divulgadores más destacados de los avances contemporáneos en neurociencia, propone que la posible “tensión en la emoción” que sobreviene cuando nos enfrentamos a una obra musical obedece a uno de los rasgos más fundamentales de nuestro cerebro: “La estructura de la música refleja la tendencia del cerebro humano a buscar patrones”, escribe Lehrer en uno de los capítulos de su Was Proust a Neuroscientist, y explica (cito la traducción al español existente):
La música empieza realmente cuando los distintos tonos se funden en un patrón determinado. Esto es consecuencia de las limitaciones propias del cerebro. La música es una agradable inundación de información. Siempre que un ruido excede nuestras capacidades de procesamiento —no podemos descifrar la multiplicidad de ondas sonoras que percuten contra nuestras células filamentosas—, la mente se rinde. No intenta comprender las notas individuales, buscando en cambio comprender las relaciones entre las distintas notas. La corteza auditiva humana consigue esta hazaña utilizando su memoria a corto plazo del sonido (en el hemisferio posterior izquierdo) para descubrir patrones en el nivel mayor de la fase, del motivo y del movimiento. Esta nueva aproximación nos permite extraer orden de todas las notas que vuelan al azar por el espacio, y ya se sabe que el cerebro está obsesionado con el orden. Necesitamos de nuestras sensaciones para dar sentido.
Este instinto psicológico —esta desesperada búsqueda neuronal de un patrón, de cualquier patrón— es la verdadera fuente de la música. Cuando escuchamos una sinfonía, oímos un ruido en movimiento, en el que cada nota se funde con la siguiente. El sonido parece un continuo. Por supuesto, la realidad física nos dice que cada onda sonora es de hecho una cosa separada, tan discreta como las notas escritas en la partitura. Pero no es ésta la manera como experimentamos la música. Estamos continuamente haciendo abstracción de nuestros datos entrantes, inventando patrones con objeto de mantenernos al ritmo de los sucesivos embates de ruido. Y, una vez que el cerebro ha encontrado un patrón, empieza inmediatamente a hacer predicciones, a imaginar qué notas van a venir después. Con ello está proyectando un orden imaginario al futuro, transponiendo la melodía que acaba de oír en la melodía que esperaba. Cuando buscamos patrones de sonido, cuando interpretamos cada nota en términos de expectativas, estamos convirtiendo las migajas sonoras en el flujo y reflujo de una sinfonía.
[…]
Pero antes de que un patrón pueda ser deseado por el cerebro, este debe haber hecho el esfuerzo de asimilarlo. La música solo nos excita cuando induce a la corteza auditiva a luchar por descubrir su orden. Si la música es demasiado obvia, si sus patrones están siempre presentes, resulta insoportablemente aburrida. Por eso los compositores introducen la nota tónica al principio de la canción y luego la evitan aplicadamente hasta el final. Cuanto más tiempo se nos niegue el patrón que esperamos, mayor será la liberación emocional que experimentaremos cuando este vuelva por sus fueros. La corteza auditiva se alegra. Ha encontrado el orden que estaba buscando.
El fragmento es un tanto extenso pero describe muy bien esa búsqueda de orden que al parecer es consustancial a la estructura del cerebro humano. Algo que incluso guarda cierta semejanza con lo que el psicoanalista francés Jacques Lacan llamó la “naturaleza esencialmente paranoica del yo”: la búsqueda de signos y el ajuste de estos en marcos específicos donde todo, al relacionarse entre sí a partir de premisas subjetivas no necesariamente verdaderas, adquiere un sentido determinado.
En este punto la relación entre dicha característica del cerebro humano y las historias de detectives es manifiesta. Para comprobarlo bastaría dedicar un instante a preguntarnos qué nos sucede cuando leemos, qué momento de una narración nos provoca mayor placer y por qué causa: ¿no es cuando encontramos la clave que parece explicar todo lo que hasta entonces hemos leído? ¿Y qué símbolo más acabado de esta súbita revelación, eso que en el paradigma joyceano se conoce como epifanía, que el descubrimiento último del perpetrador de un crimen, de sus motivos y móviles, de la raison d'être de todos los indicios dejados en el transcurso de la operación criminal y que solo un observador atento tuvo el cuidado de recoger? ¿No es el detective un ingenioso reflejo metafórico del lector mismo?
Ahora bien, se podrá objetar que el género policiaco no es, en sentido estricto, el único en que un continuum se rompe para después repararse. De hecho la noción de conflicto es uno de los pilares más inamovibles de la historia de la literatura y podrían citarse como ejemplos lo mismo una tragedia griega (en la cual la restitución del orden cósmico lesionado es la labor del héroe) que una narración moderna elegida al azar (excluyendo, quizá, los juegos formales al estilo noveau roman). Esto, por supuesto, es cierto, y no por nada se ha dicho que Edipo rey es el primer relato de detectives de la historia.
A estos posibles reparos yo solo podría contestar que además de la evidente correspondencia de la estructura narrativa de las historias policiacas con la necesidad de orden del cerebro, se añade la simpleza del género, lo cual facilita aún más la iniciación en la lectura casi sin importar la edad. Y no lo digo, en modo alguno, peyorativamente. Por el contrario: me alegra que Conan Doyle, Chesterton, Dashiell Hammet o Raymond Chandler hayan sido grandes en su simpleza, legándonos un camino llano, una puerta ancha por la que cualquiera puede entrar sin timidez ni reverencias, sino más bien acercándose a la lectura con el desenfado del niño que toma un juguete por la simple razón de que este sirve para jugar.
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En cuanto a la importancia de la lectura, ya todos estamos más que saturados por campañas y consejas de por qué leer conviene tanto a las personas. Yo prefiero no repetir esta letanía y, mejor, recordar que también en la neurociencia se ha descubierto que la lectura ayuda a desarrollar una de las cualidades que más humanos nos tornan: la empatía. Uno de los editores de Pijama Surf, Aleph de Portuales, ha escrito antes sobre esto. También en la revista de The Atlantic Maura Kelly publicó hace poco un manifiesto a favor de los "libros lentos" que retoma en parte este beneficio a nivel neuronal de la lectura.
Y no alargo más este texto, qui habet aures...
Twitter del autor: @saturnesco