Para desgracia de su población, las grandes y en varios casos millonarias corporaciones que se encargan de producir y distribuir este tipo de alimentos han conseguido amparar su cuestionable labor en las leyes más elementales de la Constitución estadounidense, específicamente en la Primera enmienda que garantiza las libertades básicas de un régimen democrático: las de religión, prensa, expresión, asociación y otras.
Según reseña Mark Bittman en The New York Times, la industria de la llamada comida chatarra en Estados Unidos tiene un largo historial de pleitos legales en los que ha intentando siempre frenar la que desde su perspectiva se considera la intromisión del gobierno en los intentos de este por regular su relación con los consumidores.
El ejemplo más elocuente de esto se tiene en el bombardeo inhumano de publicidad alusiva a sus productos que recae sobre todo en la población menor de edad, niños de hasta 12 años que no poseen todavía los recursos necesarios para dilucidar el comportamiento que una empresa intenta inducir en ellos.
Pero a pesar de que en esta situación hay una alevosía manifiesta hacia los menores, una serie de decisiones legales estableció en la década de los 70 que los discursos comerciales también merecían la libertad de expresión por tratarse de información valiosa para los consumidores, como el precio y las características del producto.
La contradicción surge cuando se advierte que esta concesión de las cortes estadounidenses se fundamenta en un beneficio recibido por los consumidores solo en lo que respecta a la información de lo que adquieren. Idealmente bastaría estar informados con suficiencia sobre las propiedades de un producto para decidir si este se consume o no, pero en una época en que las estrategias de la comunicación comercial son sumamente refinadas y sutiles, además de masivas e insistentes, ¿la información en una etiqueta no parece apenas un elemento disminuido e ínfimo en el proceso de decisión?
[NYT]