Pocos placeres más refinados que vagar por las calles de un lado a otro sin llevar una dirección establecida, siguiendo veleidosamente aquello que va surgiendo y nos llama la atención, con la curiosidad y la estética como únicas consignas. Deambular observando a las personas, las modulaciones de la luz, los objetos de los aparadores, la arquitectura en movimiento, escuchando los sonidos de la urbe y entrando en un estado de alerta atemporal, sin participar en el ritual cotidiano de aquellos que transitan las calles con un propósito definido, conmutando hacia su trabajo o hacia una cita con premura.
Curiosamente a finales de los años 90, en pleno apogeo del entusiasmo por el Internet (que explotara una burbuja), se trazó una notable analogía entre los flâneurs parisinos del siglo XIX y los ciberflâneurs que se veían arrastrados por los vientos de la información, divagando por las nuevas carreteras del ciberespacio, sin un rumbo fiijo, surfeando data, link tras link, activando un estado de conciencia en el que el tiempo —esa prisión o presión— se desvanecía. Y aquellos que despertaron al Internet a finales de los 90 podrán recordar estos vastos páramos digitales de HTML que nos conducían, como los pasadizos de un laberíntico palacio, a nuevos jardines etéreos. Una sensación de navegar por navegar, hasta donde nos llevara la corriente hipervinculada de este mar de información que se abría como un pórtico flamante. (Nostalgia se apodera del redactor de esta nota al evocar sitios como Fusion Anomaly —tejidos como una red sináptica infnita—, Deoxy o el viejo Disinfo: emotivos apriscos de las primeras excursiones digitales que, en términos de Oscar Wilde, no obedecían a un imperativo utilitario, pero por ello se acercaban a la experiencia artística. Y podíamos ser entonces como el colibrí sibarita de ciberflores).
El crítico de la Web, Evgeny Morozov, escribe un artículo en el New York Times donde argumenta que estamos presenciando el ocaso del ciberflâneur ante un Internet que acaba con la libre divagación y aplasta el encantamiento original de los surfers nativos. Morozov cita un texto de 1998 en el que se celebraba la llegada de un artistócrata digital: "Lo que la ciudad y las calles eran al flâneur, son ahora el Internet y la Supercarretera para el ciberflâneur".
En París fue la urbanización moderna lo que en alguna medida acabo con la divagación diletante de los flâneurs originales. En un principio fueron el alumbrado público y la demolición de las pequeñas calles medievales —lo que daría luego paso a los automóviles y los centros comerciales— los que dificultaron este placer ambulante. Algo similar ocurre con la Web, según Morozov:
Algo similar le ha pasado al Internet. Trascendiendo su identidad lúdica original, ya no es un lugar para deambular —es un lugar para hacer las cosas. Ya casi nadie "surfea" la Web . La popularidad del paradigma de las apps, donde aplicaciones de tabletas y teléfonos móviles nos ayudan a a realizar lo que queremos sin tener que abrir un navegador o visitar el resto del Internet, ha hecho menos probable el ciberflânerie.
Sin duda Internet se ha vuelto más preciso y eficiente. Google es el equivalente de un sistema de autopistas de primer mundo, donde no se necesita atravesar pequeños poblados o calles para llegar al lugar que queremos. Estamos casi siempre a un clic de distancia. Lo cual seguramente significa para muchos un enorme progreso, pero también es verdad que nos hace perdernos el goce inesperado que pueden significar los detours y el sightseeing.
Empezamos a vivir en la web de tiempo real, en la que cada tweet y actualización se indexa instantáneamente y se despliega ante nuestras pantallas en cómodos bits que nos permiten recibir al mundo —o al menos la representación del mundo— sin tener que aventurarnos fuera de sitios como Facebook o Twitter.
Google incorpora cada vez más a sus resultados información en tiempo real que permite satisfacer nuestras interrogantes sin tener que visitar a otros sitios —por ejemplo, los resultados de clima, del mercado bursátil y demás. La manera en la que consumimos información hoy en día nos permite escanear los titulares —o breves resúmenes— sin tener que navegar más allá de un homepage.
Por otro lado esta proliferación del compartir reemplaza el encanto de mostrarle a alguien —a una persona o a un grupo especial— lo secreto, las joyas que encontramos en los rincones —de las calles o de la red. En cambio arrojamos cientos de links y de información en masa sin formar la complicidad de lo desconocido.
El blogger Robert Scoble explica: "El nuevo mundo es: abres Facebook y todo lo que te importa desfila por la pantalla". A diferencia de ir a buscar, de una aventura secreta, Facebook nos coloca en la procesión, en el mercado sobre ruedas que llega a nosotros sin que tengamos que movernos y nos ofrece justo lo que queremos.
Esto es lo que acaba con la ciberflânerie. Ya que la esencia de la divagación del flâneur es que no sabe lo que quiere. Según Franz Hessel, colaborador de Walter Benjamin, "para poder practicar flânerie, uno no debe de tener nada muy definido en mente".
Para ser justos habría que decir que sitios relativamente novedosos como Tumblr sí fomentan el placer artístico del ciberflânerie, llevándonos de blog en blog y enlace en enlace hacia rincones relativamente mariginales de la Web donde aún podemos encontrar las pequeñas maravillas que suelen encarnar los espacios intocados por el mainstream informativo y su característica recirculación de lo mismo. Tenemos por supuesto foros como 4chan o What is the Plan (el foro de Anonymous), los cuales captan aún la esencia prístina del Internet. Pero es indudable que existe una tendencia a que pocos sitios acaparen la gran mayoría del tráfico en avenidas que difícilmente conectan con calles oscuras y poco transitadas, donde quizás nos esperaría la radical otredad. Y en este sentido la estructura misma de la Web parece fomentar cada vez menos la ciberflânerie, de la misma forma que el urbanismo en algunas ciudades va en detrimento de los peatones o de los ciclistas.
Seguramente para muchos "la muerte del ciberflâneur" es un detalle insignificante y totalmente prescindible ante lo que el Internet permite hacer hoy en día. Pero ciertamente revela una cuestión de estilo —una preferencia utilitaria más que estética—, que nos modifica como entes que construyen su realidad, en gran medida, a partir de la información a la que nos exponemos. Y más allá de cierta superficie hedonista, la importancia del flâneur (y del ciberflâneur) reside en que no solo es capaz de observar lo que los demás no observan —porque entra en otro estado de conciencia al salirse de la avenida principal y dejar que su mente fluya— también es, tradicionalmente, aquel que relata lo que nadie ve —nos ve desde fuera de la pecera. Si consideramos que el Internet es una especie de cerebro global, el ciberflâneur es el que explora esas partes del cerebro, como los psiconautas, que generalmente no exploramos. Algunos creerán que es mejor un mundo con menos personas viviendo estados alterados y otros creerán que es preferible un mundo con más personas alterando su mente y saliéndose de la caja.
En sus inicios el Internet tenía un aspecto psicodélico que entusiasmó a personas como Tim Leary, Terence Mckenna o Douglas Rushkoff, quienes en numerosas ocasiones trazaron analogías entre un viaje de LSD (o de psilocibina) y surfear la Web: la información parecía canalizarse como una poderosa droga psicoactiva. Tal vez una de las consecuencias de la supuesta muerte del ciberflâneur, entendiendo que el medio es el mensaje, sea que el aspecto intrínsecamente psicodélico de la Red se esté perdiendo poco a poco.
Twitter del autor: @alepholo
Hat tip: David Metcalfe