La falsificación en el arte ha sido un problema que por lo regular solo preocupa a los interesados en el circuito comercial de coleccionistas, museos, galerías, etcétera. Sin embargo, en esta ocasión el asunto interesó también a un grupo de neurólogos de la Universidad de Oxford, quienes examinaron la reacción cerebral que experimenta una persona ante una obra de arte falsa o que otro nos dice que es falsa.
Los investigadores escanearon el cerebro de 14 voluntarios mientras les mostraban distintos retratos de Rembrandt, algunos auténticos y otros no. Como era de esperarse, el cerebro no podía determinar por sí mismo la autenticidad de las pinturas, pero si otra persona le comunicaba al examinado el verdadero valor de la imagen, entonces la actividad cerebral sí cambiaba significativamente.
Si se le decía a la persona que se encontraba frente a un original, entonces se activaban las zonas del cerebro ligadas a una sensación de recompensa o experiencias placenteras como degustar una buena comida o ganar una apuesta. Por otro lado, al decirle que se trataba de una falsificación, el cerebro reaccionaba de manera un tanto compleja, activándose zonas del córtex frontopolar y el precuneo derecho al parecer involucradas no tanto en la desestimación inmediata de la obra de arte, sino en un proceso de valorización de sus méritos estéticos, sugiriendo que nuestros juicios en este ámbito van más allá de una simple reacción visual.
“Estos resultados muestran que la reacción al arte es ‘no racional’ en tanto los espectadores reaccionan a lo que les dicen sobre una pieza artística, sin importar si es verdaderamente genuina”, declaró Martin Kemp, uno de los profesores de Oxford involucrado en el estudio, quien también quisiera repetir el experimento pero con personas expertas en arte (acaso para saber si los conocimientos adquiridos sobre una obra o un pintor modifican las reacciones del cerebro ante una obra auténtica o una falsificación)
El estudio tiene, sin duda, cierto grado de controversia, pues si bien es cierto que muchos hemos juzgado una película, una pieza músical o cualquier otro ejemplar artístico según los parámetros de otra persona en cuyo criterio confiamos (el crítico de un periódico, un amigo al que reconocemos capacidades intelectuales superiores, etc.), no es menos cierto que si bien el arte, al menos desde una perspectiva tradicional o canónica, surge en un ambiente personalísimo e íntimo, es evidente que se juega en sociedad, que se reconoce, evalúa o desecha en sociedad, que incluso, desde cierta perspectiva, no sería posible sin el medio social del que surge y al que termina por dirigirse. En este sentido no sería descabellado pensar que quizá una o dos de esas que estamos habituados a llamar obras maestras se coló en esa clasificación por casualidad, porque a alguien se le ocurrió alabarla en sus méritos, quién sabe si seriamente, y deslizar su juicio al oído de las multitudes, sedientas de opiniones más autorizadas que las suyas.