En los últimos meses la escuela ha sido señalada como uno más de los lugares en que se manifiesta cotidianamente el clima de violencia que deprimentemente prevalece en el territorio nacional. Cada día aparece una nueva noticia que narra un hecho en el que se expresa el aumento de la violencia en las relaciones entre estudiantes dentro de las escuelas. En este recién acabado 2011, muchos escuchamos por primera vez del llamado bullying (o acoso escolar), definido por la Secretaría de Educación Pública (SEP) como “el maltrato físico, verbal, psicológico y/o social, deliberado y recurrente que recibe un niño (agredido) por parte de otro u otros niños (agresor), que se comportan con él cruelmente con el objetivo de someterlo y asustarlo, y que se caracteriza por la intencionalidad y reiteración en el tiempo” [1]. Este problema no sólo se ha presentado en las escuelas de nuestro país: ojeando algunas publicaciones extrajeras, observamos que se trata de un fenómeno que se presenta, cada vez más en otras regiones. El bullying ha entrado en el trajín de los temas más llevados y traídos por los medios de comunicación. Como suele suceder en estos casos, el tratamiento excesivamente irresponsable por la mayoría de los medios noticiosos, favoreciendo incomprensión del asunto y el planteamiento de soluciones fáciles o paliativas.
El bullying es una manifestación de la violencia que se ubica en el marco de las relaciones escolares, pero no la única. Además de las agresiones entre los mismos estudiantes se encuentran la violencia que ejercen algunos docentes hacia los estudiantes, aquella que se da entre los propios maestros, la que va de las autoridades a los docentes y estudiantes y una más que no siempre se reconoce aunque inevitablemente se sufre: la que la propia institución ejerce sobre maestros y estudiantes [2]. Se han dedicado muchos trabajos al análisis y crítica de cada una éstas expresiones de la violencia, y aunque consideramos que el asunto no ha sido agotado en ningún sentido, por esta vez nos concentraremos en las medidas que ha tomado la SEP en las escuelas del Distrito Federal al respecto, dejando abierta la posibilidad de dedicar algunas letras a ahondar sobre otros particulares en otra ocasión.
Ante la creciente violencia, como un aparente intento de hacer de la escuela un espacio “seguro y ordenado, que propicie el aprendizaje efectivo, la convivencia pacífica de la comunidad escolar y la formación de ciudadanos íntegros”, las autoridades educativas (SEP, la Administración Federal de Servicios Educativos para el Distrito Federal, ASEDF) han presentado el Marco para la Convivencia Escolar para el Distrito Federal. Éste se propone como un reglamento en el que se vierten “referentes claros respecto del comportamiento que se espera de cada uno de los miembros de la comunidad”. En él se elabora una tipificación de las infracciones que pudieran cometer los estudiantes, así como las sanciones que corresponden de manera proporcional a las faltas. El documento señala los derechos y los deberes de los alumnos [3], seguidos de la tipificación de las infracciones y las medidas disciplinarias que les corresponden.
Las conductas sancionables se dividen en diez tipos, que van desde las conductas de indisciplina hasta las de riesgo por posesión, uso o distribución de armas de fuego y explosivos. En ningún caso la medida disciplinaria podrá ser la expulsión del estudiante de la escuela, la máxima sanción será la suspensión hasta por 10 días, acompañada de actividades escolares y supervisión por parte de la Secretaría de Apoyo Educativo (SAE). Además, para el caso de las Conductas agresivas de índole sexual, Conductas de riesgo por posesión, consumo o distribución de sustancias tóxico adictivas, Conductas de riesgo por posesión Y/O uso de armas blancas y las Conductas de riesgo por posesión, uso o distribución de armas de fuego y explosivos se dará “intervención a las autoridades correspondientes a través de SSP, con el padre de familia o tutor” [4]. Ésta última medida llama en especial la atención y, al menos a nosotros, nos alarma, por decir lo menos.
Por el momento no nos detendremos en la crítica que ameritaría el que se esté excluyendo la atención a los factores que generan las diferentes formas de violencia, asunto que debería de ser la preocupación primaria de toda la comunidad escolar, los criterios sobre los que se elaboraron las sanciones, el lugar que ocupan las medidas de prevención y tantos más elementos que habría que cuestionar. De cualquier forma, vemos en estas omisiones una expresión clara de las vías que las instituciones del país, no sólo las escolares, han adoptado para solucionar los conflictos sociales y no digamos solucionar, sino controlar.
La SEP ha optado por acrecentar el carácter punitivo que ya de por sí se presentaba la escuela, ahora mediante la imposición de sanciones. Pese a que para el caso de las infracciones más leves la primera medida disciplinaria, como las llaman, consiste en una plática entre el estudiante y el docente, conforme se agravan las conductas de indisciplina, se anula la posibilidad de establecer un diálogo con los estudiantes, hasta que incluso deberá darse parte a la SSP.
Sin embargo, el carácter constrictivo del Marco para la convivencia escolar comienza desde el momento en que se obliga a estudiantes y padres de familia a firmar el documento iniciando el ciclo escolar. Aunque se asienta que no será obligatorio y que su contenido podrá ser discutido con las autoridades escolares, a nosotros nos queda claro que esto no sucederá y, de ocurrir, no tendrá repercusiones reales en su modificación. Se trata de un reglamento que no atiende los problemas y necesidades de los estudiantes y desconoce completamente la génesis de las conductas violentas, razón por la cual los únicos medios de los que puede valerse son la amenaza y la sanción.
Desde los lineamientos del reglamento los infractores se convierten no tanto en agresores de sus compañeros —pues no se fomenta claramente que las faltas van en contra del necesario compañerismo, el reconocimiento de los otros, el trabajo colectivo entre los niños y niñas—, sino en verdaderos agresores haci la institución, que en consecuencia deberán ser remitidos, en los casos más extremos, a la SSP. En este sentido nos preocupa el nivel de control y estigmatización al que se expone a este sector de la población que se encuentra de por sí tan vulnerable, mediante la lógica del castigo; ésta es también una forma de violencia, quizá de las más aceptadas, pero más devastadoras. La escuela se convierte en un espacio coercitivo y punitivo y no ya en el lugar de aprendizaje, comprensión y cuestionamiento de la realidad, el sitio donde niñas y niños se encuentren con los otros a través del juego y el trabajo colectivo.
El tratamiento que se le da al problema de la violencia en las escuelas apunta a la instauración de un sistema punitivo escolar de carácter institucional que desconoce la función primaria de la escuela: formar sujetos pensantes y actuantes, críticos, conscientes y sensibles a los problemas de la humanidad, solidarios y comprometidos con la sociedad. Función a la que deberíamos aspirar, sobre todo en estos tiempos de muerte, dolor e injusticia que sufren, no sabemos cuánto, los más jóvenes de nuestro país. Existen suficientes ejemplos que comprueban que medidas de este tipo únicamente prolongan y exacerban las relaciones violentas, pues no comprenden qué las originan ni trabajan desde la raíz para transformarlas.
Si bien no podemos asumir que la escuela abatirá de manera radical las condiciones de violencia generalizada que tienen un origen más bien estructural, es necesario pronunciarnos en contra de este tipo de medidas. Así lo han hecho ya algunos profesores y secretarios de educación en otros estados del país [5], razón por la cual el reglamento se aplicará de momento únicamente en el Distrito Federal, aunque es intención de la SEP que se generalice en las escuelas de todo el territorio.
Nos es imposible dimensionar los resultados que tendrá en estas generaciones jóvenes, el desastre socioeconómico, los niveles de violencia a los que tenemos que enfrentarnos cotidianamente y, sin embargo, debería preocuparnos. En todo caso, la implementación de mecanismos de control mediante el castigo, como lo es la aplicación del Marco para la convivencia escolar, da cuenta, en una esfera más pequeña, de la lógica que el gobierno en sus diferentes niveles ha adoptado como estrategia aparente para responder a los problemas reales de la sociedad: esto, lejos de acabar con ellos, los acrecienta.
Es necesario reconocer que los problemas que se presentan en las escuelas de ninguna manera son aislados, sino que manifiestan los conflictos de la sociedad en su conjunto. Y en este caso resulta evidente que se intenta aplicar las mismas medidas implementadas para el control social desde el Estado, para atender a las niñas y niños. Si bien la escuela no puede hacer toda la chamba, debemos asegurarnos de que proporcione el ambiente y las herramientas para que las nuevas generaciones crezcan con un espíritu libre, reflexivo, de compañerismo, y no asfixiados por el castigo y la coerción.
[1] SEP, Marco para la convivencia escolar, p. 5, 2011. Disponible en: http://www2.sepdf.gob.mx/convivencia/index.jsp
[2] Hoy que la escuela parece, más que nunca, ir en contra de la satisfacción de las necesidades y aspiraciones colectivas, en contra del desarrollo de los espíritus humanos, se hace imprescindible repensar el funcionamiento de los sistemas escolares y buscar nuevas formas de construir el conocimiento y las relaciones sociales.
[3] Preferiremos hablar de estudiantes cuando lo hagamos desde nuestras palabras; emplearemos alumnos únicamente cuando lo mencione el documento al que hacemos alusión
[4] Marco para la convivencia escolar, p. 16.
[5] La jornada, http://www.jornada.unam.mx/2011/12/15/sociedad/046n1soc