El Árbol de la Vida (Terrence Malick, 2011) es una oda al orden divino, un agradecimiento halagador al padre universal (¿una oración?) a través de la voice over de su creación. Pero en el fondo es una elegía de la condición del hermano, en una especie de juego conspirador ante la dureza necesaria y justificada de un padre. ¿Será un reclamo? No me lo parece. Más bien una celebración de poder compartir con alguien el contar con limites impuestos por una figura más experimentada que va mostrando el camino mientras podemos ver creciendo a nuestro lado a este hermano, a la par, como un espejo; mirar a la distancia los obstáculos a superar —superándolos.
Un túnel completamente oscuro al estar lleno de una luz que ciega, haciéndonos sentir perfectamente lo que es no poder percibir lo que sucede al estar completamente dormidos en la ilusión de las formas y la sensualidad de la tercera dimensión que, por un instante, el film rompe; por un momento despertamos de vivir la experiencia a través de tener un cuerpo y al mismo tiempo somos conscientes de nuestro proceso. Somos arropados por el dolor-amor de una madre entregada-abnegada a su familia, con el cabello tan rojo como la zarza que se encendió frente a Moisés con la que Dios se comunicó con él “¿por primera vez?”.
La cinta despliega un mundo familiar de la década de los 50s; donde la cámara no deja de moverse ni por un instante, flotando como si fuera un ángel que vigila cada movimiento de la creación de Dios tomando conciencia de ser Él mismo. Un mundo que se va despertando-desplegando hasta mostrarse como esa capa de la cebolla mar celestial, supernovas, galaxias, órbitas, hasta de nuevo ir hacia dentro de las formas arcaicas cuando este planeta era nuevo. Por un lado esta cinta podría parecer que tiene que ver más con documentales científicos filmados en 70mm y proyectados en salas IMAX de museos. Por otro lado, parece pertenecer a gran escala a otro tipo de las que han intentado previamente dilucidar la mente divina, como 2001: Una Odisea del Espacio (Stanley Kubrick, 1968). Pero siento que todavía más cercanas, aunque no lo parezcan en forma, son cintas que tratan de encontrar el orden del hombre dentro de este plan, siendo parte de, pero intentando dilucidarse de la única manera que es posible, entre unos y otros. Mediante una red kármica, que inicia con los lazos familiares y se despliega hasta alcanzar las dimensiones internas de un aro de la gran cebolla, la genética y el espíritu cohabitan, compiten, se estorban y mutuamente se ayudan. Pero en un aro se contiene toda la cebolla, esa es la maravilla de esta reflexión: podemos sentir la más grande ansiedad ante la consciencia galáctica o por otro lado celular, hacia arriba o hacia abajo.
El termino de "árbol de la vida" tiene connotaciones religiosas específicas de la Cábala judía, es un modelo de la creación celestial-divina, para su comprensión por parte de la humanidad. Es la máxima expresión de su creación, de sí mismo-a (Jehová); donde 10 Sefirots guardan los 10 caminos, que son una especie de estados de consciencia que apuntan hacía lo divino desde nuestra naturaleza humana. Pero el mundo en el que, atrapado, reside Jack O´Brien (Sean Penn) tiene que ver más con la máquina humanidad, una revancha de Lucifer de la que en ningún momento se habla, pero que queda clara en un presente frío y desalmado; una especie de iPhone gigante de cristal-metal que atrapa al individuo, la nostalgia por la vida espiritual en familia, de compartir un corazón. La consciencia despierta gracias a la experiencia trágica de la muerte de un hermano desde la cual el individuo inicia una búsqueda del tiempo perdido, donde reside la alegría extraviada que era tan simple como prender luces artificiales, de sonrisas sin más fin que el de divertirse por la noche estrellada. La liberación solo es posible en una ruta por caminos naturales donde el espíritu puede mirarse como verdad que reside en un cuerpo físico, entre almas perdidas que se encuentran en un limbo que solo puede ser cielo, en un eterno presente humilde, en la verdadera voluntad de Dios y no del hombre: es lo que tienes enfrente en este preciso instante y no lo que desearías tener.
Lo que me resulta más interesante es la conciencia de la que está provista la película, tomando consciencia de sí misma. La música no proviene del cosmos, sino que lo despierta, es la fuerza espiritual antecediendo a la material que deja su huella en un farol de la calle encendido contra el cielo nocturno; es el mismo cielo al que la madre apunta diciendo, “ahí es donde vive Dios”, pero de día y lleno de nubes. La respuesta llega más tarde en la película desde la mente del hermano mayor adulto, en duelo por la muerte, pero no la de su hermano, sino solo muerte infinita: la madre flota junto al mismo árbol tratando de danzar, lo que pudiera ser Dios diciéndole que no solo vive en el cielo. Un recuerdo intervenido por la divinidad, como los sueños diurnos que solía tener el visionario William Blake aún siendo un niño.
Textualmente Lubezki dijo sobre la fotografía: “Intenta provocar un montón de memorias, como una esencia o un perfume”. Esto ocurre una y otra vez y de sopetón; el maestro no solo está abordando su infancia, sino resolviéndola, ¿cerrando capítulos inconclusos antes de morir? No importa, porque los temas son en especial universales por su profunda espiritualidad. Es un film vivo sobre la conciencia de estar vivo, sobre los ríos de situaciones, acerca de las decisiones personales, donde se cuestiona la naturaleza de la libertad y lo que puede liberar; sobre obedecer, sobre el bien y el mal; y acerca de cómo el paso del tiempo aplasta todo y al mismo tiempo nada puede ser sin él, una partitura de música de un padre de familia que no pudo ser músico en las manos de un hijo que no está interesando en la música como la entiende su padre. Explica Lubezki: “Los actores actúan sus diálogos, pero Terry (Malick) no está interesado en el diálogo. Así que, mientras hablan, estamos filmando un reflejo o filmando el viento o filmando el marco de la ventana, finalmente paneamos a donde están y están terminando de decir su diálogo.”
Espectadores que estén buscando un drama común con un principio, desarrollo y gran clímax, quedarán muy decepcionados, podría ser que hasta furiosos lleguen a abandonar la sala. Espectadores que al abordar cerebralmente la cinta queden muy confundidos ante lo que parece un viaje astral con reminiscencias de Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993) y prólogo de ciencia ficción en telepatía de Dunas (David Lynch, 1984). La seriedad del proyecto, que no tiene nada que ver con la posibles percepciones contaminadas, se aclara con la búsqueda de Terrence Malick durante años por imágenes verdad de naturaleza en el mundo que expresaran lo que el día de hoy podemos vislumbrar ante la obra concluida. Los ejecutivos del estudio de producción lo perseguían desesperadamente exigiéndole un tratamiento del guión que fuera producible, mientras el director, protegido por Brad Pitt y su participación en la cinta que en ese entonces tenía oficialmente un corte documental, no dejaba de filmar desde volcanes en erupción en distintos puntos del mundo, parajes abstractos en biosferas irregulares y hasta con cooperación de la NASA, porque el planeta no fue suficiente para expresar la gran verdad. En ese momento Malick ganó tiempo ante los estudios hollywoodenses de mente cerrada, pero a los que sabe galopar tan bien, y dirigió el Nuevo Mundo (Terrence Malick, 2005), en lo que reformulaba su ópera magna y al mismo tiempo regalarnos otra gran película.
Con ojos de niño, unos ojos infantes brillantemente dirigidos y capturados por la cámara entre pasillos de realidad construida de un pasado década de los 50s perfectamente materializado por el veterano diseñador de producción Jack Fisk. La cámara continúa bailando entre texturas y colores de este mundo y súbitamente encuentra las escenas en ejes magníficamente establecidos, para inmediatamente romperlos y establecer un nuevo eje sobre la acción de los actores que despliegan un realismo difícilmente visto con anterioridad; por ejemplo, en el caso de Brad Pitt (Mr. O’Brien), una fuerza descomunal contenida en brillos de córnea que llega a su aura más allá de ser estrella fílmica o personaje de Malick, sino el arquetipo de padre universal.
Pero en la obscuridad de la sala de cine todo inicia con ese halo, diamante, vapor de cristal-consciencia, siendo esto todo lo que lo constituye y de lo que está conformado el universo.
Se podría decir, no sin sentir un poco de miedo ante el mundo, que esta es una película experimental con el espíritu de hace 40 años pero con un presupuesto de 32 millones de dólares; sería una interesante reflexión si solo el dinero hace distinta esta propuesta que lo que hacían Mekas, Deren o Brakhage. Creo que para lo que está haciendo Malick, el factor económico es necesario y aquí sería importante cuestionar si su intento pertenece al mundo de la naturaleza o al mundo de la gracia, como lo hacen sus personajes. De niña la madre de la familia, la que no puede ser más apacible Mrs. O’Brien (Jessica Chastain), cargando un corderito frente a su padre en la pradera, conoce la disyuntiva en la que uno puede elegir entre vivir en cualquiera de estos dos mundos. El camino de la gracia o el de la naturaleza, la fuerza o la compasión.
Douglas Turnbull es el supervisor de la fotografía de los efectos especiales del Árbol de la Vida, mismo que no trabajaba desde Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y mismo que fue el encargado del mismo departamento en Odisea 2001. No cabe duda de que un gran director no puede serlo sin ese don de la humildad: hay que aproximarse con la gente que tiene el conocimiento y hacerlos parte del equipo por el bien de un proyecto, del cine mismo. En el caso concreto de El Árbol de la Vida, el espacio sideral no solo se vuelve a través de la cámara real, físico, sino que logra que el mundo microscópico pertenezca a la misma dimensión y es ahí donde la película es particular; más tarde no dejaremos de estar en la misma dimensión con la familia, que protegidos por un techo y sostenidos por un suelo, que constituyen la casa, puede respirar cada nuevo día.
Una de las más hermosas películas jamás filmadas, de verdad me llena de gusto la posibilidad de cómo alguien es capaz de tomar al cine tan en serio en el 2011, en una época llena de cinismo. Terrence Malick seguramente provocó una sonrisa del cineasta ruso Andrei Tarkovsky desde las alturas, desde el cielo arriba del árbol donde probablemente cuida e influye este tipo de producciones; porque aquí se lleva a cabo lo que el maestro ruso consideraba que constituía la misión del cine, encontrar un lenguaje propio (superar la influencia de los otros medios) y sobre este lenguaje encontrar su grandeza.
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