Los avances recientes en el campo de la neurociencia, que han mostrado cada vez con más detalle el funcionamiento del cerebro y cómo las estructuras de este órgano parecen determinar nuestro comportamiento, han puesto en entredicho algunos de los planteamientos que durante tantos siglos han dominado nuestras ideas sobre la voluntad, la libertad, la decisión y otras acciones relacionadas con el llamado libre albedrío, un problema del que se han ocupado prácticamente todos los grandes pensadores de la humanidad y, en las últimas décadas, también los científicos.
El domingo pasado Eddy Nahmias, profesor asociado en el Departamento de Filosofía de la Universidad Estatal de Georgia, escribió un artículo para el New York Times en el que repasa brevemente las razones por las cuales la neurociencia, a pesar de los descubrimientos y las declaraciones de sus autores, no significa el fin de la libertad tal y como la hemos concebido más o menos de manera constante en Occidente desde épocas remotas: esa libertad que distingue lo bueno de lo malo, que define los límites entre una conducta moral, ética o socialmente aceptable y otra reprobable (con las consecuentes derivaciones en los ámbitos correspondientes), la que nos dicta qué es lo más conveniente o gratificante para nosotros mismos.
Para Nahmias, algunos neurocientíficos anuncian ruidosamente el fin de la libre voluntad solo porque tienen un concepto más bien pobre de esta. En primer lugar, piensan la voluntad como una ilusión porque la sitúan en una entidad inmaterial que asocian con la existencia del alma o del espíritu, siendo que en el marco de dicha disciplina todo es físico, todo se reduce a una región o una función del cerebro o cualquiera de sus componentes. En esta perspectiva un tanto simple, “la libertad es prima cercana del alma”.
Y si bien es cierto, como dice el autor, que definir las cosas a partir de su inexistencia es bastante riesgoso e incluso un tanto injusto, catalogar como ilusorio todo lo que no sea material es igual de aventurado. En el asunto de la libertad, el punto medio y sensato entre ambas posturas sería que los descubrimientos obtenidos por medio de la neurociencia nos expliquen cómo funciona el libre albedrío en nuestro cerebro sin echarlo de ahí precipitadamente.
En cuanto a la definición de libertad que podría manejarse, Nahmias propone la siguiente:
Muchos filósofos, entre quienes me incluyo, entendemos el libre albedrío como una serie de capacidades para imaginar los distintos cursos de una acción, deliberando sobre las razones para elegirlos, planeando las acciones propias a la luz de esta deliberación y controlando las acciones frente a los deseos en juego. Actuamos por nuestro propio y libre albedrío en la medida en que tenemos la oportunidad de ejercer esas capacidades, sin irrazonables presiones externas o internas. Somos responsables de nuestras acciones más o menos en la medida en que poseemos esas capacidades y tenemos las oportunidades para ejercerlas.
Desde esta posición, la neurociencia queda totalmente comprometida con el estudio del libre albedrío porque la deliberación, el pensamiento racional y el autocontrol, inobjetablemente ligadas a la libertad, son capacidades cognitivas que ningún neurocientífico o psicólogo se atrevería a decir que no le competen.
Por otro lado, otros especialistas aseguran que el cerebro toma decisiones antes de que nos demos cuenta de ello, patrones mentales no conscientes que aparentemente derivan en acciones en las que no interviene eso que llamamos voluntad individual. En este caso, la conciencia advierte dichos procesos mucho más tarde, cuando ya no puede influir en el comportamiento.
Sin embargo, dice Nahmias, nada de eso prueba que en realidad se tomó una decisión, sino solo que hay ciertos procesos mentales previos a una decisión de los que todavía no se conoce el vínculo exacto con esta. Además, en el caso de los experimentos de los que se concluyen, quizá apresuradamente, estos planteamientos, hay que tomar en cuenta que por lo regular involucran acciones sumamente rápidas, simples y repetitivas (como apretar uno de dos botones) en las que el concepto de libertad en juego no es quizá el más refinado. “Sería milagroso”, escribe Nahmias, “si el cerebro no hiciera nada hasta el momento en que la gente se diera cuenta de que debe tomar una decisión”, sugiriendo que quizá dichos patrones inadvertidos sean la manera en que el cerebro lidia con la realidad, preparándose de la mejor manera posible para el instante en que se necesite de sus funciones.
De hecho, somos afortunados de que el pensamiento consciente tenga una pequeña o incluso nula función en las decisiones instantáneas o habituales: si tuviéramos que considerar conscientemente cada uno de nuestros movimientos, seríamos unos tontos incompetentes.
[…]
Necesitamos la deliberación consciente para marcar una diferencia cuando esto importa —cuando tenemos que realizar planes y tomar decisiones importantes.
En suma, el argumento principal de Nahmias es que la neurociencia no puede declarar la muerte del libre albedrío tan pronto y sobre todo, con perdón de los muchos esfuerzos y recursos empleados, en vista de los todavía exiguos descubrimientos en torno al funcionamiento del cerebro humano en relación con la conciencia, la voluntad, la identidad y otros aspectos no menos complejos que nos conforman como personas.
Es cierto que parte de eso que nos hace individuos más o menos conscientes, más o menos libres y más o menos únicos reside en algún rincón de nuestro cerebro, pero saberlo no implica que se descarte ipso facto la existencia de todas esas características, por el contrario, debería considerarse un aliciente para seguir investigando y algún día decir con precisión en dónde —sino es que en todas partes— reside todo eso que alguna vez conocimos como espíritu.
[NYT]