Las protestas estudiantiles en Chile, otra fisura en el sistema dominante

Podríamos decir, a caballo entre el realismo y el optimismo, que el mundo tal y como lo conocemos se está resquebrajando, sobre todo en lo que concierne al sistema económico dominante que en su despiadada inercia amenaza con apretar el cogote de las mayorías sin pensar en la supervivencia de nadie, una máquina voraz que a su paso todo lo utiliza con el único fin de dejarlo inservible.

En los últimos meses hemos atestiguado algunos movimientos subversivos, irrupciones inesperadas del caos y la anarquía, que en casos como el de las revoluciones árabes de la primavera pasada, intentan plantar cara a la élite en el poder político despreocupada por el bienestar de sus gobernados. Después vinieron la “Acampada Sol” en España y las protestas en Grecia, resultantes de la avidez insaciable del sistema financiero, ayuntado con el gobierno, cuyas pérdidas terminan pagándose con el esfuerzo de las clases medias —sus pensiones, sueldos, prestaciones y demás compensaciones que en la perspectiva de los poderosos parecerían premios o limosnas y no el justo pago al tajo de vida depositado en todas esas actividades que perpetúan al sistema. Finalmente, hace unos días, supimos de los disturbios en Londres, iniciados por el asesinato del miembro de una comunidad a manos de la policía y los cuales culminaron en el incendio de edificios y el saqueo de tiendas de ropa y aparatos electrónicos, rasgos estos que si bien distan mucho de un ánimo contestatario, no por ello dejan de inscribirse en esta cadena sintomática de malestar generalizado, presente en países que aparentemente nada tienen en común más que el sistema del que todos formamos parte y del que solo varía el grado de intensidad con que se aplica en leyes, políticas públicas y demás acciones impuestas desde el gobierno y los poderes fácticos al resto de la población.

Pero eso no es todo. En América una de estas fisuras, quizá la más importante, la tenemos al sur del continente, impulsada por los estudiantes chilenos que defienden el acceso libre y gratuito a la educación, sin duda uno de los instrumentos que mejor favorecen la equidad social.

En cierta forma el conflicto actual podría considerarse heredero de las protestas de 2006 —la llamada “Revolución Pingüina” que denunció las ínfimas condiciones materias de las escuelas del país y el injusto subsidio público para los colegios privados—, una suerte de agudización de un problema que entonces no solo fue insatisfactoriamente resuelto, sino que incluso por parte del gobierno se tomaron medidas que beneficiaron solo a los empresarios inmiscuidos en el lucrativo negocio de la educación privada. Esta torpe e ingenuamente codiciosa manera de solucionar el asunto confirma lo dicho por Noam Chomsky, que «hemos entrado en una nueva etapa del capitalismo de Estado en la que el futuro no importa tanto», que tiene ojos (y manos y bolsillos) únicamente para la ganancia inmediata. La reacción de estos últimos meses es entonces una respuesta de igual magnitud pero en sentido contrario a aquella franca oposición a la voluntad popular, como si la élite y sus adláteres políticos pudieran negar la posibilidad de futuro a la que cualquiera tiene derecho.

Se entiende así que, según reporta el diario El País, uno de los principales motivos de las protestas sea el endeudamiento de los estudiantes: «a diferencia de otros países, en Chile son las familias las que deben financiar la mayor parte del coste de la educación, lo que perjudica más a la clase media, que no cuenta con créditos ni becas del Estado y debe acudir al banco para pedir un préstamo. Al terminar sus carreras, los jóvenes se inician en la vida profesional endeudados durante años y los que no finalizan sus estudios deben pagar de igual modo».

A raíz de una de las últimas leyes aprobadas durante el régimen dictatorial de Augusto Pinochet (la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza, de 1990) la faz institucional de la educación en Chile se ha convertido, más que en un instrumento para alcanzar la igualdad social y el bienestar de las mayorías, en un ámbito que privilegia el lucro económico. Con el paso de los años esta manera de concebir la educación ha creado una pinza o un embudo en el que la mayoría de los estudiantes —de alguna manera ajenos a dichos tratos entre el Estado y el capital— han quedado a merced de la criba financiera.

Con todo, la situación de estos jóvenes chilenos no es sino una cara más de las evidentes fallas que el sistema dominante trae para las mayorías (de ahí la simpatía que han generado no solo dentro de su país sino en casi todo el mundo). La causa justa se suma al encanto de la juventud y, en especial, a la creatividad que se ha convertido en el sello de algunos de los actos de protesta más atractivos del movimiento—los más notorios: una carrera de 1800 horas por los 1800 millones de dólares anuales que costaría la gratuidad de la educación (menos de un tercio del gasto que se destina a las fuerzas armadas), una multitudinaria emulación del Thriller ochentero (simbolizando al “muerto viviente” en que se ha convertido el Estado) y cientos de parejas besándose frente al Palacio de La Moneda, sincronización que contrarresta la mala prensa con que se caracteriza al movimiento de destructivo y discordante. Aunque también hay huelgas de hambre y marchas y otras formas más habituales —pero no por ello menos efectivas— de demostrar su incoformidad.

Por supuesto que el gobierno no está contento con las protestas, pero esto es solo porque sus intereses no son ni los de los estudiantes ni los de quienes se han sumado a su causa. En vista de que la élite en el poder se preocupa solo de sí misma, quizá haya llegado el momento de sacarla de su onanismo, de ese marasmo con el que oculta los beneficios que todos debiéramos compartir y que son no solo posibles, sino de urgente aplicación.

¿Qué frutos traerá este primaveral invierno chileno?

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