Aunque aparentemente apócrifa en los personajes involucrados, es célebre aquella anécdota en la que una reina en Francia, escuchando los gritos y reclamos de una muchedumbre inconforme con sus gobernantes y el nivel de vida que estos les proporcionaban, preguntó, rodeada de lujos y servidumbre, a qué se debía todo aquel escándalo, alguien le respondió entonces que la gente estaba enojada porque no podía comer pan. “¿No pueden comer pan?”, dijo la reina, “Pues que coman pasteles”.
La anécdota, se dice que falsamente imputada a María Antonieta (esposa de Luis XVI, ambos guillotinados en el clímax de la Revolución Francesa), se repite casi siempre para ejemplificar el grado de insensibilidad que la élite en el poder puede llegar a alcanzar frente a las necesidades del grueso de la población. Pero también nos recuerda que cuando una crisis toca lo más elemental de las mayorías —su posibilidad de alimentarse— estas pueden dejar de contenerse e iniciar un movimiento que arrastre consigo a quienes considera responsables de la debacle y de su precariedad.
Todo esto viene a cuento porque recientemente un grupo de investigadores encabezados por Yaneer Bar-Yam, presidente del New England Complex Systems Institute, relaciona en un estudio las revueltas árabes de la primavera pasada con los altos precios de los alimentos más básicos en los mercados locales. A partir de los datos que recolecta la FAO (la dependencia de la ONU dedicada a asuntos de alimentación) el equipo de Bar-Yam muestra que a los indicadores convencionales de descontento social —pobreza, desempleo, inequidad— en este caso específico es importante añadir los altos precios que no por coincidencia tuvieron desde 2008 productos como los cereales, el aceite para cocinar y el azúcar, algunos de los más básicos de cualquier dieta y población.
Ciertamente el factor alimenticio por sí solo no explica la rebelión de las mayorías. Los autores de la investigación reconocen que en esto tuvo mucho que ver la nefasta pero previsible conjunción de los regímenes dictatoriales y su propensión a violar sistemáticamente los derechos humanos. Sin embargo, el aporte de Bar-Yam y sus colegas es señalar que la alza de precios fue la puntilla de esta situación, el catalizador de la revuelta que precipitó la reacción final.
El estudio toma en cuenta, además, el hecho de que en las sociedades modernas el gobierno es el único responsable legítimo de la seguridad de la población, seguridad en un sentido amplio, no en el más aparente de tener soldados patrullando las calles del país, sino en el más completo de propiciar lo mejor posible la coexistencia social. «Fracasar en proveer seguridad debilita la principal razón de ser del sistema político», dicen los investigadores.
Un último atractivo del reporte es que Bar-Yam, Marco Lagi y Karla Z. Bertrand (los otros dos autores involucrados) extrapolaron sus resultados y matemáticamente profetizan que en julio de 2012 o abril de 2013 el orden mundial colapsará ante los precios ya prácticamente inaccesibles que tendrán entonces los alimentos más básicos.
Pero notemos el matiz: el problema no ha sido ni es ni será la falta de alimento, sino la llamada “food price bubble”, el manejo despiadado y deshumanizado de la industria alimentaria que privilegia la ganancia monetaria —sin importar cómo se obtenga— sobre cualquier otro aspecto social.
Si esto es así, quizá lo mejor que pudiera pasar es que finalmente reviente esta burbuja.
(Aquí el artículo completo “The Food Crises and Political Instability in North Africa and the Middle East”)
[Wired]