El discreto enlazador de mundos: Richard Matheson

Richard Burton Matheson, mejor conocido únicamente con su primer nombre y apellido, es un genial escritor norteamericano que nació en el año de 1926. Creo que constituye una responsabilidad re-descubrir una figura tan brillante como lo es Matheson para las nuevas generaciones que se acercan a un medio como Pijamasurf. De vez en cuando nace una estrella así, estrellas que no figuran directamente en el firmamento donde otros son reconocidos, más bien siendo la luz estelar y no las estrellas en sí; supliéndoles de esta luz que brinda vida a maravillosos autores que son comúnmente admirados masivamente. 

Richard Matheson creó, y no solo en su cabeza, y tampoco se conformó plasmando estos mundos increíbles en papel. Durante décadas la pantalla grande y sobre todo la pequeña se nutrieron con las visiones de este agente secreto proveniente de otra dimensión. Por más que a simple vista sus fábulas y personajes se vean inmersos en condiciones que distan mucho de nuestra realidad, en verdad son metáforas siempre con raíces en el hombre y sus dilemas morales básicos, a eso se debe su universalidad en nuestros días; también a eso se debe que al maestro se le pueda seguir adaptando hasta el infinito.

Una increíble carrera que lo llevó a colaborar en equipos, más que prestigiados, ahora de culto y hasta míticos. Sus creaciones retan la imaginación más descabellada y al mismo tiempo no dejan de resonar en nuestras fibras emotivas con gran fuerza.

Matheson luchó en el frente de la Segunda guerra mundial y después cambió de vida mudándose de Brooklyn a California. Fue ahí donde comenzó, como todos los escritores de ciencia ficción y fantasía de su generación, publicando en revistas. Curiosamente antes se licenció como periodista por la Universidad de Missouri, así que podríamos conjeturar que el interés de Matheson era por lo que sucedía día con día a nivel reportaje de la vida real, solo que usando la metáfora como arma letal contra la complaciente mente del lector y luego del espectador.

En 1950 fue muy elogiado por un cuento que le debe mucho a H.P Lovecraft aunque en esencia no podría existir sin M. Shelley : «Nacido de hombre y mujer», publicado por la revista The Magazine of Fantasy & Science Fiction (disponible aquí).

Cuatro años después escribió su importantísima novela corta Soy Leyenda (1954), pilar temático en nuestro tiempo. Un libro que ha tratado de ser adaptado directamente al cine en varias ocasiones con terribles resultados, pero indirectamente padre del cine de zombies. No podría existir La Noche de los Muertos Vivientes (George A. Romero, 1968) sin este libro que no pago una sola regalía al autor; el mismo Matheson opina que es la mejor adaptación de su novela.

Soy Leyenda, más que ser un retrato intimista del ansia del hombre frente a la guerra fría y la amenazas nucleares, es un profético diario existencial del dolor de contar con una consciencia en estos tiempos de globalización y neoliberalismo desmedido que apuntan a generar autómatas por doquier. Robert Neville ha sobrevivido a un virus que se propago entre la población, este virus ha infectado a la gente haciéndola transmutar en vampiros. Encerrado en una casa que ha acondicionado perfectamente como un Robinson Crusoe en la era del metal, Robert bebe un poco de coñac por las noches, rememorando como fue que su mujer contrajo el virus. En el día Robert sale a inspeccionar la ciudad, abastecerse de víveres y objetos que ahora ya no son tan deseados como el contacto con otro ser humano, porque Robert en el fondo lo único que quiere es tener contacto con otra alma encarnada. Sus sueños se materializan en una hermosa y salvaje joven que ha sobrevivido a la enfermedad, ¿sana? No, no le está, pero tampoco es como los seres con los que hasta ahora ha luchado, es una tercera raza lista para tomar el control evolutivo del planeta. Para esta raza Robert es un mítico ser, pero más que representar a un héroe es visto como el peor verdugo, una entidad que pronto formará parte de museos donde se apreciará el cambió del mundo: una leyenda. De manera ingeniosa Matheson renueva el mito del vampiro que desde Bram Stoker solo había sido explotado una y otra vez, en cada ocasión con menor gracia. Sobre todo nos interroga a fondo como lectores, como humanos: ¿en que radica nuestra naturaleza? ¿Qué nos hace humanos? ¿Qué forma realmente a una sociedad? ¿A quién le sirve? La ambigüedad entre lo que sirve a unos y a otros, ¿qué nos divide? Similitudes y diferencias entre la subjetividad y la relatividad. Como otros genios de esos días —como Philip K. Dick ó Bradbury—, el género literario de la novela de ciencia ficción, tan menospreciado, servía para desarrollar filosofía que podía ser comprendida por toda una nueva generación a la que ya se le enseñaba a pensar poco y consumir mucho.

Más que en la novedosa y tenebrosa La Noche de los Muertos Vivientes, Romero realmente pone el dedo en la llaga con su reflexiva y revolucionaria El Amanecer de los Muertos Vivientes (Dawn of the Dead, 1978) producida por Claudio Argento —a quien también le debemos Santa Sangre (Alejandro Jodorowski, 1989), además de varias cintas de su hermano mayor Dario. La película, mucho más  que su antecesora, es un acercamiento fársico a la era de consumo, con maravillosos efectos (sufridos por el presupuesto ante el tamaño del proyecto) a cargo de Tom Savini. La gente zombificada a la que se le cae la piel de colores a pedazos, deambula por el centro comercial intentando convivir con objetos inútiles en ridículas viñetas que pudieron ser el génesis de la obra de un cineasta tan difícil de encontrar en una tradición como Roy Andersson (Canciones del Segundo Piso, La Comedia de la Vida). Romero sale triunfante una vez más en una misión peligrosa sabiendo que el humor es una práctica herramienta en contra de cualquier problema de producción. Acerca de la comedia, tanto en Matheson como en los otros dos escritores de sci-fi citados, esta se utiliza para llegar más allá dentro de nuestra conciencia; pero el Matheson de Soy Leyenda la lleva muy discreta debajo de la situación, la antigua comedia que tenía que nacer bajo la tragedia griega como resultado de la catarsis, la carcajada cósmica dentro del horror al darse cuenta; la sonrisa que surge después de la anagnórisis. Después de todo Robert Neville es ahora el mal que hay que eliminar por el bien de esta nueva sociedad, pero la historia está narrada desde su punto de vista, y nosotros pertenecemos a lo que sería la vieja sociedad, la de Robert Neville.      

En 1957 Richard Matheson adaptó su novela El Hombre Menguante en la muy sofisticada versión homónima para su tiempo del enorme ilusionista que causaba gritos en auto cinemas, Jack Arnold, en The Incredible Shrinking Man. Un tío que lleva la alegre vida que podía ofrecer la clase media estadounidense de esos días, a quien se le cumplieron todas las promesas materiales que ofrecía el sueño americano, es afectado por una neblina que desde que tiene contacto con su piel lo hace empequeñecerse cada vez más. Su esposa lo puede ayudar al principio cuando solo se trata de conseguirle ropa más pequeña, pero más tarde se pierde en las comodidades de su hogar —literalmente. Los sillones que ha comprado hace poco se vuelven montañas para escalar, los tapetes praderas donde tiene que huir de su gatito que ahora es una enorme bestia salvaje, y tapándose con pedazos de tela de forma tribal sin tribu, pronto será un nativo en la jungla de su consumo donde una aguja será su espada contra una gigantesca araña que se ha vuelto un enorme monstruo. Finalmente este diminuto hombre adquiere la iluminación al contemplar el cielo estrellado de la noche y realizarse más allá de ser un humano en su tiempo. Una vez más brilla ese momento de anagnórisis del protagonista ante la situación que no solo lo rebasa, sino que le muestra la verdad que no ha querido ver: es insignificante. Constituye todo y ha querido nadar contra corriente definiéndose de manera minúscula, la vastedad como un río caudaloso lo arrastra hasta la carcajada que solo puede ser del lector-espectador reconociéndose.  Un lugar donde lo enorme y lo ínfimo se unen en lo infinito, fuera de una concepción limitada en nuestra pequeña mente.    

Al inicio de los años 60 Matheson fue parte de la ingeniosa casa productora de Roger Corman, cuyas actividades se pueden explicar solo con el titulo de su autobiografía: Cómo realicé un centenar de películas y nunca perdí un centavo. Corman se supo nutrir iniciando en el mundo del cine a joven talento como los desconocidos en ese entonces Francis Ford Coppola, Martin Scorsese o Jonathan Demme, entre muchos otros. Matheson escribió para él tres de sus memorables adaptaciones de Edgar Allan Poe haciendo historia una vez más en obras que inmortalizaron a Vincent Price y catapultaron a otro joven talento entonces desconocido, Jack Nicholson: La Casa de Usher (1960), El Péndulo de la Muerte (1961), y El Cuervo (1963). Las versiones de Corman de Allan Poe eran escalofriantes en un sentido fresco y acorde con su época, los colores saturados denotaban la psicodelia que se vivía en aquel entonces, con diseños de sets y vestuarios, entre expresionistas y góticos, reventados por el salvaje technicolor combinado con el cinemascope. Los personajes que seguían siendo de fuerza desgarradoramente romántica, respetando el existencialismo de Poe, eran también héroes de Matheson, esto es, ideas que tenían que ser liberadas del entendimiento de quien eran para convertirse finalmente en seres vivos. El horror cósmico de Lovecraft siempre ha sido la gasolina para Matheson, pero es ese humor que no llega a ser obvio el que le da su funcionalidad particular para nuestra cultura. Una vez más el horror para Matheson no proviene de una casa maldita, de un mecanismo en un sótano perverso y peligroso, ni de una amenaza en forma de ave de mal agüero; el horror proviene de la ignorancia de quién se es y averiguarlo después de 90 minutos.

Paralelamente en esta misma época Matheson se consagró formando parte de la aventura del visionario Rod Serling: La Dimensión Desconocida, plasmando historias en capítulos inolvidables.  Aquí  el final de un capítulo emblemático de Matheson:

Se mantiene hasta 1968 en Londres, trabajando con Terence Fisher, para cerrar con broche de oro la década,  en La Novia del Diablo (The Devil Rides Out), para la psicodelicamente herética Hammer Film Productions, adaptando un material ajeno. La Hammer llevó hasta sus últimas consecuencias, pero con mucho más auto consciencia y estilo, el propósito de Corman con sus adaptaciones de Poe.

Se puede decir que si Corman fuera el padre, la madre fueron las películas clásicas de monstruos de la Universal Pictures y la colorida cama era de un hotel donde brotaba por las paredes substancias psicodélicas que en ese entonces eran el pan de cada día; pero si Corman se tomó unas cuantas cucharaditas, Fisher y el resto del equipo de la Hammer, toda la botella. La Novia del Diablo es una muy entretenida tragicomedia llena de aventuras donde marchan obscuros temas esotéricos al lado de momentos cinematográficos que resonaran por años en la pantalla grande, con influencia varia desde El Despertar del Diablo (Evil Dead - Sam Raimi, 1981), pasando por El Día de la Bestia (Alex de la Iglesia, 1995) y llegando hasta una cinta como Árrastrame al Infierno (Sam Raimi, 2009), por ejemplo. Simon Aron (Patrick Mower) está hipnotizado y controlado mentalmente por el malévolo y nunca satisfecho mago más que negro Mocata (Charles Gray), pero con la ayuda del duque de Richleau (un inmejorable Cristopher Lee), un brujo blanco más que versado en todos los más obscuros temas de civilizaciones remotas y actuales, será liberado haciendo que la luz prevalezca sobre las sombras. Una torre decorada con ancestrales motivos rituales, sacrificios animales, sospechas de ceremonias infernales que se confirman en enormes aquelarres donde se aparece Baphomet en persona, objetos tan mágicos como el libro de la clavícula de Salomón, un demonio de piel morena con un ojo más grande que el otro trata de tomar poder sobre uno de los personajes mientras flota en el aire, el círculo de protección después de una invocación, el ángel de la muerte, espíritus manifestándose desde el más allá por medio de un medium que habla con la voz del difunto, todos estos elementos arquetípicos son usados en un perfecto balance con la trama produciendo un magnífico efecto sobre el espectador. Qué decir del diálogo: acabando la película sigue estando en nuestra mente, quizás tomando más fuerza con frases proféticas que ahora tienen más sentido que en los sesentas como, “Solo los que aman sin deseo tendrán el poder otorgado en la más obscura hora”; o pláticas que definieron el sub-género en décadas posteriores ejecutadas con gran oficio por Fisher, por ejemplo cuando el duque pregunta, “¿Crees en el mal?,  a lo que contesta su interlocutor, “Como una idea”, y vuelve a preguntar, “¿Crees en el poder de las tinieblas?”, “Como una superstición”, es la nueva contestación que hace que el duque pierda la calma y explique, “Pues te equivocas, el poder del mal es más que una simple superstición, es una fuerza viva que puede ser contactada en cualquier momento durante la noche”.  En otra ocasión con gran conocimiento, pregunta, “Simon, la llamó Tanit, ¿no es así?”, “¿y?”, “Tanit es el nombre de la diosa de la luna para los cartagineses”, “¿Quieres decir que ha sido re-bautizada?”, “Probablemente”.              

En 1971 adapta uno de sus pequeños cuentos para que el Mesías del cine-espectáculo-blockbuster que en ese momento era un muy joven (23 años) y desconocido de apellido Spielberg y nombre Steven, filmará lo que en un inicio fue una película para la pantalla chica, pero que quedó tan bien que inmediatamente se volvió para la pantalla grande y primera piedra de una espectacular carrera. Duelo (1971) es muy simple, lo que mejor sabe hacer Spielberg desde un inicio, la simpleza de la historia casi sin ningún contenido, como si fuera el juego de un niño, contra lo complejo de su técnica. Montajes de atracción con excelentes coreografías de acción que vuelven la pantalla una máquina muy atractiva para el ojo masculino, el mismo ojo que nos lleva de jugar con carritos a lo que descubre J.G Ballard en su novela Crash (1973). David Mann (Dennis Weaver) es un hombre común que transitando por una carretera hace enojar a un trailero que no lo deja en paz todo el resto de la película, sin que podamos ver su cara en ningún momento; aquí recae la fuerza de la cinta finalmente, en la creación del espejo donde David Mann puede reflejar todo su ello reprimido que acecha sin descanso entre parajes inhóspitos, desiertos humeantes, sol incandescente, calurosas cantinas junto a la carretera donde uno no se puede ni terminar la cerveza, violentas curvas con buitres y otras alimañas, peligrosas barrancas violentas, etc. Aquí Matheson nos ubica en un lugar que se vuelve la psique contenida del personaje, después de haber brotado como un refresco al ser agitado y después destapado saliendo fuera de él a presión, desplegándose en toda la pantalla como una imitación de un cuadro de Dalí pintado por un John Ford en plena pubertad. El guión hace perder el control al personaje para que finalmente lo tenga, obtenga de verdad.   

Toda la década de los 70s representó su influencia en la televisión en numerosas series y películas televisivas, ayudando a hacer menos idiota  a la famosa caja que estaba cambiando al mundo sin pensar en detenerse a mejorarlo.

De sus creaciones televisivas llama mucho la atención su adaptación de la novela corta de Ray Bradbury homónima a la obra original, Las Crónicas Marcianas. Quienes crecimos con este misteriosamente místico  programa encontrábamos una muy obvia diferencia con toda la demás programación en la televisión: los ambientes dominando sobre la historia de manera hiperrealista, el personaje perdido en filosofías de otros mundos que tanta falta le hacían al suyo que luego se materializaban en desolados parajes que resonaban en nuestra experiencia televisiva (en contraste con los saturados sets de psicodelia mal digerida a go go de Burbujas ó el montaje mágico a la Melies pero muy pop), después de que una población civil tuviera que experimentar y sufrir en carne propia una bomba atómica, con Señorita Cometa. Las Crónicas Marcianas, con sus espacios abiertos casi salidos de un cuadro de Giorgio de Chirico, era una serie que sin tener que seguir su trama de manera lineal, nos afectaba gravemente de forma mental a nivel casi físico, generando una adicción: nos abría la mente a nuevas posibilidades. Era la liberación de la TV para que décadas después pudieran existir otras series como Twin Peaks. Una vez más Matheson canaliza al horror cósmico, sobre todo basándose en nuestra ignorancia, verdades universales que provenían de otros planos de existencia, el programa era terrorífico para un niño que lo más lejos que podía ver se encontraba dentro de un juego de Atari que gravemente contrastaba con este hiperrealismo; uno no quería entender y esperaba con ansias el siguiente día de clases.

Abre la década siguiente demostrando su enorme versatilidad con un guión que causó un enorme revuelo en su tiempo. Nadie puede negar que varias mujeres que se jactan de su romanticismo rosado la siguen citando como su película favorita por encima de Titanic (James Cameron, 1997), misma que también conserva ecos de esta cinta, me refiero a la multi-referencial Pide al Tiempo que Vuelva (Somewhere in Time – Jeannot Szwarc, 1980), sin la que, por ejemplo, no podría existir una paradoja cuántica mainstream de aventuras como  Volver al Futuro (Robert Zemeckis, 1985), que terminó de definir algunas de las preocupaciones de esta primera mitad de la década. El cursi y enigmático romance de época curiosamente tiene una fuerte línea argumental de ciencia ficción: el escritor Richard Collier (Christopher Reeve) está atrapado en un anillo de Moebius en el tiempo del loop de su deseo por la actriz Elsie McKenna (Jane Seymour). Lleno de gracia adquirida en años de oficio, Matheson elabora un sorprendente melodrama cuántico, una gran paradoja metafórica que igual le puede interesar a cualquier abuelita que a algún científico serio que ande perdido en la programación nocturna de su sistema de cable por televisión.

Tiburón 3 (Joe Alves, 1983) vuelve a dejar una gran impresión en la infancia de uno, no solo por capitalizar el 3D de forma sumamente espectacular, sino por el diseño de sus escenarios (que de eso se trataba la película más que nada). Es la única película que pudo dirigir Joe Alves, experimentado diseñador de producción, dando rienda suelta a geniales diseños de gigantesca escala dando vida a un parque acuático lleno de atracciones turísticas. Matheson coopera para lograr meter en una trama correcta una acumulación de excesos en varios sentidos, creando un mundo donde uno acepta lo que sucede por más inverosímil que pudiera pensarse fuera de este guión, otorgándole un extraño tono serio que se ríe de si mismo a carcajadas. Una vez más los personajes de Matheson son ideas que pintan colores sobre atmósferas (preocupaciones) de profundidades góticas envueltas en comida rápida, en un mundo que apuntaba a la globalización mucho antes de que sucediera y además condenándola en un fatídico final. Ecos de la destrucción de la Atlántida nos recuerdan a Corman y a Fisher bien  asimilados y desprovistos de cualquier solemnidad bajo el filtro ochentero.

Nos quedamos con ganas de ver los guiones que pudo haber escrito de adaptaciones de sus novelas como Más Allá de los Sueños (What Dreams May Come – Vincent Ward, 1998) o Ecos Mortales (Stir of Echoes - David Koepp, 1999). Quizás la mejor manera de acercarse al material del maestro sin su presencia directa sería algo parecido a lo que Richard Kelly (Donnie Darko) hizo en su adaptación del capítulo de La Dimensión Desconocida, «Botón, Botón», en su más reciente película  La Caja (Richard Kelly, 2009). En el capítulo original una mujer de bajos recursos, que no impiden que siga comprando los cigarros que no deja de fumar uno tras otro, recibe la visita de un hombre que le deja una caja con un botón en su interior debajo de un domo trasparente. El misterioso hombre, que no deja de dar la apariencia de trabajar para alguna oficina gubernamental,  le indica que apretando el botón alguien morirá en algún lugar del mundo, pero que a cambio ella recibirá un millón de dólares. En la adaptación mega libre de Kelly, la mujer, Norma Lewis (Cameron Díaz), es una personaje más complejo y la anécdota le sirve para hilvanar una alucinante trama que se alimenta de todas las teorías de conspiración que tienen que ver con Marte. El guión de Kelly, como de costumbre, se basa en los personajes, en su pasado y la relación entre ellos y este pasado, pero sobre todo en lo que representan, son arquetipos sociales modernos. A la cinta nunca le sucede lo que normalmente le pasa a las películas hollywoodenses, la historia nunca se diluye en las secuencias de acción, aunque las contenga. El tono de las actuaciones salta del realismo a la farsa en instantes que constituyen curvas que tienen que ver con las dimensiones de realidad de las que la cinta habla. Kelly usa el inconsciente colectivo del sueño americano y de su pesadilla (espejo sucio) en un juego de mesa de rol con mucha destreza, usando dados irregulares que van desde el Mystery Man de David Lynch hasta Harry Potter.
La operación de Kelly es cautivadora desde sus inicios, toma el capítulo de Matheson con el que toda una generación está familiarizado y desde su naturaleza, como parte de nuestros recuerdos, comienza a construir su telaraña aparentemente pop.

La influencia de un artista como Matheson en nuestra cultura está muy menospreciada, el señor escribía televisión desde 1955 y hasta hace poco se produjo  un capítulo del show Padre de Familia (Family Guy) basado en uno de sus cuentos («The Speldid Source», 2010) y próximamente, a finales del año, podremos ver en la pantalla grande otra adaptación más de otro capítulo que hizo para la Dimensión Desconocida: Real Steel (Shawn Levy, 2011) una super producción en IMAX de algo así como Transformers (Michael Bay, 2007) conoce a Fat City (John Huston, 1972), por extraño que parezca.

 

 

Revolucionó la televisión por décadas haciendo la diferencia en todo tipo de series como Combate y Masters of Horror, pasando por Cuentos Asombrosos. Indirectamente ha estado involucrado con nuestra psique desde hace mucho y de diversas maneras, pero de alguna forma su influencia no ha sido obvia, sino indirecta. El mismo Stephen King cuenta que libros como Soy Leyenda lo inspiraron para convertirse en escritor.

Richard Matheson ha sido un operador silencioso contra el inconformismo ante el molde cuadrado que le ha dado forma a nuestra realidad. Esperamos algunos nuevos agentes de este tipo para estos nuevos quehaceres de este milenio, pero hay que estar muy atentos porque cada vez vienen mejor camuflajeados.      

 Reveladora entrevista con Richard Matheson:

 Interesante entrevista con Rod Serling, creador de La Dimensión Desconocida:

[Blog del autor en español]

[Blog del autor en inglés]     

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