Sabemos bien que, entre otras consecuencias, el 11-S hizo de la seguridad en los vuelos un asunto prioritario y de medidas que en su exageración parece alcanzar el ridículo. Sin embargo, el secuestro de aeronaves no era, ni siquiera entonces, algo totalmente desconocido, ni en la ficción ni en la realidad. Como ejemplo ficticio recordemos una película menor, totalmente hollywoodense, estelarizada por Harrison Ford, Air Force One (Wolfgang Petersen, 1997). Como ejemplo real —y del cual trata esta nota— el misterioso caso de D.B. Cooper.
El 24 de noviembre de 1971 un hombre en apariencia tranquilo, cuarentón, de traje y corbata como cualquier oficinista o ejecutivo de medio pelo, se acercó al mostrador de la aerolínea Northwest Orient en Portland, Oregon, para comprar un pasaje hacia Seattle que pagó en efectivo y para el cual dio el nombre de “Dan Cooper”. A poco de despegar pidió un trago, bourbon y agua mineral, y se dispuso a disfrutar del vuelo. Sin embargo, no tardó mucho en entregar a una de las sobrecargos una nota en la que aseguraba llevar consigo una bomba escondida en su portafolios, al tiempo que le pedía se sentara al lado suyo. La mujer, que realmente no tenía otra opción, obedeció al pasajero y confirmó su amenaza: ahí junto, en una valija de segunda, el hombre le descubrió un amasijo de cables que, todos supusieron, formaban parte de un circuito explosivo. Con otra nota, escrita por la aeromoza a petición de Cooper y dirigida al capitán del avión, el secuestrador exigía $200,000 dólares en billetes de $20 y cuatro paracaídas a cambio de la vida de sus compañeros de viaje.
Una vez llegados al aeropuerto de Seattle, las autoridades accedieron a las demandas del que ahora llamarían “terrorista” y le entregaron el dinero y los paracaídas a cambio de los 36 pasajeros a bordo del Boeing 727, mismo que volvió a alzarse con rumbo a la Ciudad de México. Pero antes de arribar a su destino, en pleno vuelo y, según se piensa, sin saber exactamente dónde se encontraba, Cooper saltó de la aeronave y nunca más se supo nada de él.
Cooper murió para el gran público y solo sobrevivieron los rumores y los enigmas de su aventura. Se dijo que actuó solo, porque acordar con un cómplice el momento y lugar del salto sería prácticamente imposible. También se presumió que tenía una amplia experiencia, que quizá sería un renegado paracaidista de sólida formación, pero esta hipótesis también quedó desechada: “Ningún paracaidista experimentado habría saltado en una noche tan oscura, en medio de la lluvia y con un viento de 300 km/h pegándole en la cara, de mocasines e impermeable; simplemente sería demasiado arriesgado”, dijo en 2007 Larry Carr, agente especial del FBI, la instancia encargada de fracasar en la investigación del crimen, ya que nunca pudo descubrir la verdadera identidad de Cooper ni saber de su paradero o el del dinero. Quizá para salir del paso y no admitir que habían sido burlados por un personaje ciertamente hábil, el FBI dijo que muy probablemente Cooper no había sobrevivido al salto.
Sea como fuere, aunque el caso siempre ha sido una piedra en el ancho y pesado zapato del FBI, ahora vuelve al panorama público porque casi cuarenta años después Ayn Sandalo Dietrich, vocera del Buró, asegura que sus agentes andan tras los pasos de un nuevo sospechoso, acaso uno que sí sea el verdadero Cooper. “La pista es alguien cuya posible relación con el secuestrador sea fuerte”, dijo Dietrich. Al parecer este “alguien” entregó al FBI un objeto que podría tener impresas las huellas digitales de Cooper: “Sería una pista significativa y la más prometedora que tenemos hasta la fecha”, concluyó la vocera.
Pero, quién sabe, quizá todo esto no sea más que una historia de las agencias norteamericanas para distraer al gran público con un enigma de tintes detectivescos.