Fábula del autómata, el policía y el señor rector

Tengo la impresión de que uno de los motivos recurrentes de las fantasías futuristas, de la llamada ciencia ficción, es el robot policía, las máquinas diseñadas y organizadas para la vigilancia y el control de las sociedades y programadas para rendir obediencia a una única autoridad, preferentemente la del gobierno establecido.

Tengo esa impresión, pero no sé muy bien cómo fundamentarla. Sé poco y de ciencia ficción todavía menos. El único ejemplo, no tan original como quisera, en el que pienso ahora es en las innúmeras, ubicuas pantallas de 1984, siempre alertas, siempre vigilantes, siempre presentes y asentadas lo mismo en los lugares más públicos que en los rincones más insospechados y sombríos, cercanas, en todo momento y lugar, al curso cotidiano del mundo.

Estos días he pensando con cierta insistencia sobre esto a raíz de las declaraciones que hizo el rector de la Universidad Nacional, José Narro, a propósito de los convenios que la Secretaría de Seguridad Pública federal ha firmado con distintas universidades y otros centros de educación superior. En un evento dominguero y de mínima trascendencia, el Dr. Narro negó la posibilidad de que la SSP y la UNAM acordaran algún tipo de colaboración conjunta porque, según él, “los jóvenes merecen otro tipo de opciones”.

Esta postura generó cierta polémica entre la opinión pública. Una buena parte de las críticas al dicho del rector —por ejemplo este cartón y este otro, ambos de Magú— coincidían en destacar el prejuicio clasista que se dejaba entrever en esas palabras, entre las cuales serpenteaba el modelo casi atávico del policía o soldado mexicano extraído de los grupos sociales económicamente menos favorecidos, como si estas labores, en un hipotético muestrario de opciones de vida, se ubicaran en los escaños más bajos, los últimos, los que alguien toma solo porque no le queda de otra, porque no tuvo ni los recursos ni las oportunidades para ser médico o abogado o profesor, porque es un trabajo que cualquiera puede desempeñar, porque quién sabe qué otras razones que una a una van dando forma a la misma aura cenicienta de marginalidad y pestilencia que, en México, todavía pesa sobre las labores policiales que cualquier Estado requiere.

No pretendo defender al rector pero, de algún modo, quiero compartir su punto de vista. Quizá se equivocó al desdeñar, así haya sido involuntariamente y como de pasada, los cuerpos policíacos y el trabajo que éstos realizan. Sin embargo, no se necesita tanta vehemencia para hacer notar que la de México dista mucho de ser una policía profesional, educada, respetuosa de las leyes nacionales e internacionales e incluso de ciertas reglas mínimas de trato personal. Quizá por eso el plan de la SSP no sea, en espíritu, tan descabellado: qué mejor que a uno de los grupos privilegiados de la población, esa minoría que logra cursar, pese a todos los obstáculos, estudios superiores, se le forme y destine para mejorar el funcionamiento de una institución oscilante entre la obsolescencia y la corrupción. Con todo, la medida, puesta en práctica, no deja de revelar sus debilidades e improvisaciones. ¿Cuál es el grado de utilidad de un licenciado en, digamos, letras hispánicas, en un Centro de Inteligencia? ¿Qué tanto puede la desesperación ante el desempleo contra la mediocridad y el desgano de trabajar en la policía porque no quedó de otra? ¿Qué tantos recursos se emplearán en reeducar a estos universitarios que deciden incorporarse a la SSP? Además, ¿cómo predecir tanto la probabilidad de éxito de esta profesionalización como, más importante, la probabilidad de éxito de que esta profesionalización contribuya a abatir los índices de delincuencia —según reza la cantaleta de la gente en el gobierno?

Tiene razón el Dr. Narro: los jóvenes merecemos otro tipo de oportunidades. Y no solo los jóvenes. Nadie merece, pensaba hace unos días, la denigrante tarea de vigilar a un semejante, de señalar sus faltas y promover su castigo. Por eso pensé en las fantasías de la ciencia ficción, en que quizá esas tareas deberían remitírseles a seres inanimados, carentes de sentimientos e inteligencia, justos hasta la impiedad.

Pero poco después me corregí. En esencia da lo mismo que máquinas o seres humanos permanezcan atentos a nuestros movimientos y nuestros actos, en espera del pecado, del delito, ávidos de sanción y desesperados por imponer una penitencia. Lo que nunca debió desarrollarse, pensé después, es este modelo de sociedad insomne en su voluntad de vigilancia y castigo.

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