Por otra parte, es interesante notar que la risa, aunque aprendida parcialmente de otros, conserva un núcleo que se adivina original e irrepetible, verdaderamente propio de quien la posee. Uno ríe de cierta manera sin saber bien a bien de dónde proviene el registro de esa risa, si de la herencia o del aprendizaje, si de los padres o de algún primer amigo de la infancia.
Todavía más confuso que indagar el origen de la risa es trazar el algoritmo que la provoca. A veces, claro. A veces el pastelazo en la cara de otro es suficiente para reír. O que alguien caiga. O que una persona respetable suelte de pronto una majadería. Pero en otras la risa, sus motivos, son menos simples. Pienso como ejemplo en la confesión con la cual inicia Las palabras y las cosas, en Foucault explicando cómo un texto de Borges lo sumió en la hilaridad, aunque no por el texto mismo, sino por «la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene».
El texto de Borges que cita Foucault no hará reír a una multitud pero tal vez haya hecho reír a la multitud de sus lectores. Pero ¿quién reirá porque el texto revela con fino ingenio que el orden de la humanidad, otrora basado en la plena identificación de las palabras con las cosas, es un orden falso? ¿Quién, además de Foucault, puede reír por eso? (¿Quién, además de Foucault, puede leer así ese texto de Borges?) ¿Cómo fue esa risa de Foucault?
Lo dicho: pocos detalles revelan con tanta precisión lo irreductible de uno mismo como la risa.
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