El traspie de la Real Academia Española

Hace pocos días se reunieron en Guadalajara veintidós notables, veintidós representantes de veintidós Academias de la lengua española o, para decirlo de otro modo, veintidós personajes provenientes de veintidós países cuya lengua predominante es el español y que a imitación de la Real Academia Española (RAE) poseen, dichos países, una Academia de la Lengua que intenta regir o normar las formas en que se utiliza el español dentro de su territorio. Consumaron así una sesión aplazada desde febrero a causa de un terremoto que obligó a suspender los trabajos del V Congreso de la Lengua celebrado en Chile.

El acto habría merecido dos o tres párrafos en la sección cultural de los periódicos de no ser porque en dicha reunión se aprobaron algunos cambios a la ortografía y la gramática españolas cacareados varias semanas antes por la RAE, cambios que a su vez provocaron cierto revuelo (más o menos el mismo que la Academia despierta cada cierto tiempo al anunciar la adición de vocablos extravagantes, exóticos o francamente colonialistas a la nueva edición de su Diccionario). La reacción más previsible fue la de los medios tradicionales: el periodista que presuroso corrió en busca del Escritor Renombrado para preguntarle su opinión al respecto, el Escritor Renombrado que ridiculizó las nuevas normas, se mofó de la institución o de sus representantes, tranquilizó a sus lectores asegurando que él continuaría escribiendo según las mismas reglas que aprendió desde su niñez y remató la entrevista con un ingeniosísimo juego de palabras en el que utilizó las que fueron objeto de cirugía por parte de los académicos.

Por fortuna se escucharon otras voces. Menos pomposas, quizá, pero no menos importantes al momento de utilizar el idioma español. A través de la red corrieron críticas contra las disposiciones de la Academia, diatribas más o menos razonadas, defensas basadas en la vivacidad cotidiana del leguaje, pullas en torno a la importancia de decir ye o i griega. No por casualidad casi todos estos reclamos y burlas pudieron leerse en Twitter o en varios de los millones de blogs escritos en español. Rechazo casi unánime que movió a los académicos a suavizar su postura: “Estamos tratando de uniformar, no de imponer”, dijo José Moreno de Alba, director actual de la Academia Mexicana de la Lengua.

Más allá de la pertinencia de los cambios, e incluso de los cambios mismos, resulta interesante que esta noticia haya llamado tanto la atención entre tanta gente. Interesante que haya tanta gente preocupada —siquiera irónicamente— por la forma en que debe hablarse y escribirse en español. Es un poco como si, a diferencia de otras épocas, estuviéramos más conscientes de que cualquiera de nosotros es capaz de crear algo con este lenguaje en el que nos tocó nacer, de usufructuarlo, de situarlo en este tiempo. Sin importar que otros se quejen y rabien por las formas en que se le utiliza.

Además, de la Academia se podría decir lo que a veces se dice del crítico y originalmente sobre el cornudo: siempre será la última en enterarse.

(Aquí termina mi texto. Los siguientes párrafos son una adenda de lectura opcional que compendia dos o tres momentos importantes en la historia de la normalización del idioma español.)

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