Almidonada por una capa de comedia -porque sólo así es soportable-, la película “El Infierno” muestra como el narco corrompe todo lo que toca. En realidad esta película debería de ser tan deprimente y absimalmente conmovedora como una de esas películas del holocuasto, pero suavizada por el folclor de la mexicaneidad, por su estoicismo, por la caricatura tan entrañable e inevitable de la sociedad mexicana, la película es divertida, es una carcajada más que un plomazo en la cien. Como dice nuestro coloaborador Psicanzuelo en su blog, el director, Luis Estrada, sabe que sólo en el Caballo de Troya del humor se puede hablar de estos temas y criticar tan profunda y merecidamente a la sociedad mexicana, como la hace en "El Infierno". Sólo así se puede cuestionar en México las ligas del narco con el ex presidente Salinas de Gortari (y con la clase política de este país), con la Iglesia, con la CIA (cuando el Beni dice en inglés que parecen entrenados por esta agencia: los zetas entrenados en la escuela de las Américas que aparecen como el comando de ultraviolencia de la familia Reyes, en su patricarca: un mash-up en caricatura de todos los capos, narcopolíticos y sacerdotes corruptos de los últimos tiempos).
Sólo le falta a Estrada hacer una puntada más explícita, estilo Alex de la Iglesia, de narcosatanismo, que envuelve a la violencia ritual que vivimos.
El narco corrompe todo lo que toca como si tuviera en su droga, en sus armas y en su dinero un oscuro karma, una intrínseca descomposición. Un rey Midas moderno cuyo oro es la perdida absoluta de la ética (y de la estética, la cual se vuelve la caricatura del glamour). En la película nadie tiene ningún asomo de ética; los personajes pueden ser agradables, bastante simpáticos pero cada uno de ellos antepone sus intereses personales en algún momento a los de 'sus seres queridos' –o al menos negocía sus emociones a cambio de dinero. Todas las relaciones, también las afectivas, postula el narco-capitalismo, son negociables. Quizás más profundo que el problema del narco es el problema de la pobreza y en general del sistema económico que se vuelve una especie de religión secular donde el dios inclemente, como se insinúa en el billete de un dólar, es el dinero.
“El amor al dinero es la raíz de todo mal”, se dice en una epístola de San Pablo, aunque quisieramos evitar el toque religioso, viene a colación. La película plantea que el infierno se vuelve inescapable porque el narco todo lo penetra y porque no hay de otra en un país sumido en la pobreza. Pero más que la pobreza económica, es la corrupción, es el amor al dinero lo que degenera a la sociedad. Puesto que los acaudalados empresarios y políticos que no quieren que secuestren a sus hijas, que aman, no dejan de amar el dinero y de esta forma siguen explotando a los pobres y perpetuando una situación que genera las condiciones para que secuestren a su hijas. ¿Culpa? No se trata de señalar a los cainitas o a los faríseos (el culpable se pierde entre la muchedumbre de apatía, entre los espejos humanos y de humo). Es un problema moral (el narco no es un antihéroe nietzchiano que crea su propia ética y se impone, es víctima del sistema que lo enajena, que impone sus propias reglas corruptas). En México, ese virus de mexicaneidad, que nos hace graciosos y ocurrentes (aguantar la carrilla, aguantar la vara), también nos hace tolerar la corrupción, aguantar la miseria y aplazar toda decisión transcendental. En un desierto surrealista esperando a Godot, a los gringos, a la Virgen o un implausible caudillo que tome una rienda colectiva y limpie (con su riata de acero) el palacio nacional de la mafia acomodada y acabe con la pasividad de las calles y los campos. Puede sonar brutal equiparar a la iniciativa privada y a los grandes monopolios de México con sus cárteles, pero en el fondo la diferencia es el tipo de armas que se usan (unos no se ensucian las manos y otros despachan desde sus oficinas).
La película "El Infierno" contiene diálogos y personajes que si se analizan a detalle son endebles, y a veces inverosímiles, pero esto no es la cuestión, al contrario. Es una caricatura, una híperbole, una ensalada de clichés y estereotipos del mexicano y del narcotráfico (una crítica así en tiempos tan críticos justifica la exageración). Lo que pasa es que esta caricatura se está volviendo bizarramente real. Un país cuya cultura se está convirtiendo en una caricatura de su cultura milenaria. Es uno de los porvenires que se fraguan, ser reducidos al carnaval ya no solo surrealista involuntariamente, ahora subrrealista, en la abyección... la tragicomedia mexicana –distopia de la historia-: siempre vivir en Abajo.