Dinamitar Facebook

El domingo pasado, a raíz de esta nota, estuve ideando métodos para abandonar facebook y analizando las posibilidades de éxito de cada uno. Alguna vez yo también dudé en entrar y ya dentro quise salir, pero mis argumentos no convencieron a mi voluntad y la coerción social terminó de minarla. La misma historia de siempre: el razonador devorado por los salvajes o batido por sus instintos, el santón condenado por las insistencias de una mujer, de sus familiares, de sus amigos. Ahora, menos severo en mis creencias, me consuelo pensando que empleo mi cuenta de forma distinta a la normal: no como una actualización permanente de mi aburrida vida cotidiana ni como un nexo a las vidas también ordinarias de otros, sino como un cuaderno de notas y de recortes interesantes o curiosos.

Conservo, sin embargo, cierta inquietud paranoica de sentirme al mismo tiempo mercancía y producto y perenne consumidor, de que siempre hay alguien detrás de la página esperando la más débil de mis debilidades para hacerme caer en una compra; temo también porque una burocracia, como dice más o menos Günther Grass a propósito de Kafka, posea y maneje tanta información sobre mí —banal quizá, pero cuántos grandes hombres no se han perdido por pequeños detalles. Pero ambos no son sino miedos fundados en rumores y suposiciones ajenas, cuyo sustento, de existir, soy demasiado perezoso para investigar. Menos todavía me veo emprendiendo una cruzada para impedir que las multitudes engrosen el número de sus usuarios.

Puede ser el facebook uno de los múltiples, incontables brazos del mal que a diario nos acechan. O no. La verdad no me importa tanto. Pero tal vez allá afuera vivan seres atormentados por esta duda, por el dilema irresoluto de si entrar o no entrar, de si salir o quedarse, de si soportar los embates del mundo o si rechazarlos y conformarse con oír desde lejos la algarabía de esta fiesta que se desarrolla a través de nuestras pantallas. A la mitad de ellos, los que cedieron y se integraron a regañadientes y de tanto en tanto sienten la inquietud de alejarse y huir, dedico estos tres métodos que presento aquí, jerarquizados según su efectividad no comprobada.

El primero, el más obvio, es el que proporciona el sistema: cancelar la cuenta. Sólo que la cuenta no se cancela. Taimadamente, la cuenta sólo queda en stand-by para que cuando el usuario se arrepienta, cuando añore verse reflejado en las fotografías tomadas por otro, cuando extrañe ver las fotografías de otros, cuando tenga quehacer que no quiera hacer y que quiera cambiar por la simulación de una granja, de una mafia, de un juego de póquer, por un test sobre su personalidad, sobre su futuro, sobre la compatibilidad de su pareja, cuando quiera saber cómo están sus amigos pero sin telefonearles ni escribirles, entonces baste con volver a escribir su correo electrónico y su contraseña para recuperar esta ociosidad tan simple y siempre al alcance de la mano tal y como la dejó antes de dimitir. Y aquí no pasó nada, nadie abandonó a nadie.

El segundo es la abstinencia. Pero eso nunca funciona. En ningún caso.

Por último concluí uno más radical que no sé si alguien más ha pensado. Yo llegué a él al menos por dos motivos: uno, una frase de Cioran que cada cierto tiempo y bajo circunstancias muy específicas recuerdo con viveza y la cual, ésta sí, cito copiando del libro para no equivocarme: «La amistad resulta interesante y profunda en la juventud. Es evidente que con la edad lo que más se teme es que nuestros amigos nos sobrevivan» (Ese maldito yo); otro, otra frase, ahora mía, escrita en mi muro de facebook ese mismo domingo por la mañana: «Tengo pocos amigos, pero quisiera todavía menos». El último método de esta lista toca a los amigos: consiste no en cancelar la cuenta ni en esforzarse vana y castamente por resistir una tentación, sino en eliminar uno a uno todos los amigos de esa cuenta. Así, si mis suposiciones no fallan, la cuenta existirá, pero inútil según los fines por los que fue creada.

¿Pero quién querría hacer esto?

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