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La vida contemplativa es esencial para una ecología de las almas, para una existencia llena de asombro y sentido

Implicaciones éticas del cultivo de la contemplación

Centro y templo

Quiero aproximarme a la contemplación a partir de una interpretación posible de su etimología, “permanecer en el templo”; lo que me permite enlazar con otra etimología, también posible, de meditación, “estar en el centro”. Siendo tanto el centro como el templo una manera -ateísta, la primera y teísta, la segunda-, de nombrar el fondo de realidad que somos.

A través de la meditación el ser humano busca conocer su medida y lanza el compás de su geometría desde un centro, el punto de buceo más profundo, que se corresponde con su auténtica naturaleza esencial. A través de la contemplación se busca conocer un centro, que es a la vez un templo, morada de la divinidad, en la que habita una presencia, el huésped del alma, el espíritu… Ambos señalan ese fondo que produce el asombro de los filósofos, de los místicos, de los verdaderos científicos ante el misterio del Ser que se pronuncia en el silencio de la interioridad.

El primer paso para iniciar esa peregrinación al núcleo, sea centro o templo es el cultivo de la atención, siendo ésta una cualidad de la conciencia que se puede entrenar con las virtudes de la perseverancia y el esfuerzo correcto, correcto en el sentido de que uno cultiva la atención en aras de una realización interior que desvelará, en última instancia, uno de los atributos de ese misterio del ser, la unidad de la multiplicidad, anulando en su más alta realización la dicotomía y a veces oposición entre un yo, que se siente aislado y separado del otro, que es el prójimo, tanto humano como no humano, animado e inanimado. Uno medita y contempla para hacerse uno, para unificarse, proceso de integración que acoge cada brizna de hierba como el tejido de su propia alma. Proceso, por tanto, de profundas implicaciones éticas.

Desde la mirada contemplativa -que se inicia con ese esfuerzo continuado a la par que amable y relajado de sostener la atención sobre la realidad, hasta que esta empieza a pronunciarse en el hondón del alma, con la sutileza de una brisa queda- el ser humano comprende que no hay separación entre los fenómenos, que todo está misteriosamente unido por un principio atractor, que muchas cosmovisiones sapienciales coinciden en nombrarlo con la palabra amor, por la capacidad que tiene de unir lo aparentemente separado en una unidad mayor, y porque trasciende los fenómenos, que son unificados desde sus aparente diferencias, y porque obra desde el interior nuclear de cada uno de ellos, con una fuerza unitiva, cohesionadora, que hace que las órbitas de los planetas giren en armonía, o que las partes del cuerpo se mantengan cohesionadas, que la naturaleza renueve sus sistemas y calendas con la perfección de una sinfonía y muchos otros misterios que aún no tienen ni nombre, ante la vastedad de su dimensión de infinitud.

Ese centro o templo recibe muchos otros nombres, cada cosmovisión sapiencial, religiosa y/o espiritual lo ha nombrado acentuando uno u otro atributo que le ha sido revelado o inspirado, el Tao, Brahma, la vacuidad, el Absoluto, Gran espíritu, Dios, Padre, Madre y, sólo recientemente, y en un porcentaje muy pequeño una parte de la humanidad prefiere no nombrarlo con acepciones que dejen vislumbrar lo sagrado, pues no pueden desligarlo de lo religioso como institución fallida en muchos casos, y sólo se siente cómoda en una formulación científica, como la materia oscura, el azar, la evolución, pero incluso la búsqueda de la ciencia también nace de un esfuerzo que la mente está impelida a seguir, un cuestionamiento que no puede ser suprimido. “Ya sea por la búsqueda intelectual de la ciencia o por la búsqueda mística del espíritu, la luz hace señas y el propósito que brota adentro de nuestra naturaleza responde”, decía Sir Arthur Eddington.

Lo que se observa, por tanto, en el corazón de todas las religiones y/o cosmovisiones sapienciales es la certeza de que existe una verdad fundamental, y de que esta vida nos brinda una oportunidad sagrada para evolucionar y conocerla. Y para acceder a esa verdad, para conocer y ser esa verdad sobre la tierra, casi todas señalan tres elementos a realizar. Una sabiduría, que se puede expresar de forma mitológica o especulativa, un método para aprehender directamente esa sabiduría, saborearla, degustarla en carne propia, como es la contemplación y la meditación, también la oración, la invocación, etc… Y un cuerpo de virtud, una ética, que se hace universal en la medida en que el acto, la palabra y el pensamiento justo brotan de una realidad que se pronuncia sin obstáculos, en un corazón purificado y no de una moral, que por definición, habrá de ser relativa al contexto cultural en que se forja, aunque su contextualidad sirva a un colectivo para lograr cierta coexistencia pacífica. Como dice el sabio Lao Tse, la justicia solo es necesaria cuando el amor falta. O en palabras de San Pablo: “ama y haz lo que quieras”.

 

Contemplar. Meditar

La mirada contemplativa nace de una ciencia que es el arte de la vida buena, busca cultivar una mirada que ve, como decía Frithjof Schuon, la transparencia metafísica de  los fenómenos, siendo los fenómenos que contempla tanto interiores y por lo tanto subjetivos, como pueden ser las sensaciones, las emociones, pensamientos y en última instancia la naturaleza misma de la mente o conciencia que observa todos esos niveles, como  exteriores u objetivos, que las cinco puertas sensoriales permiten percibir y conocer. Siendo el núcleo de ambas contemplaciones misteriosamente el mismo, en lo más hondo de nuestra naturaleza nos encontramos la naturaleza de todas las cosas. Como un hilo conductor que engarzara todas las perlas, lo que permitiría desde cada una de ellas acceder a ese hilo continuo, de la periferia de una mariposa al centro mismo que anima su grácil vuelo.

Ambas contemplaciones, la del jardín del alma y la del jardín del cosmos parten del cultivo de una atención plena y sostenida que puede mantenerse enfocada en un objeto interno o externo para empezar a conocerlo. Para alcanzar ese primer nivel de la atención, que es mantenerla fiel, conectada a un objeto es necesaria la calma, la serenidad, la quietud, la ausencia de ansiedad. Por lo que hay que relajar el cuerpo, ablandarlo de tensiones y crispaciones, para a continuación poder relajar la mente, asentarla en su estado natural, donde se manifiesta su lucidez innata, su estabilidad y su contento sin objeto.

Estos dos pasos de aquietamientos paulatinos permiten observar los lirios y mirar los pájaros, permiten observar también lo que nos inquieta internamente sin identificarnos, ni intoxicarnos con emociones aflictivas y nos permiten buscar una identidad más profunda que esa primera capa de rumiación mental inconexa que ha recibido muchos nombres: mente ordinaria, “la loca de la casa”, “el mono loco”, por una tendencia que tiene de saltar en modo piloto automático del pasado hacia el futuro, del futuro hacia el pasado, eludiendo el presente en el que acontece la vida plena, en un árbol de ideas, asociaciones, narrativas inconscientes que se llevan una gran parte de nuestra energía atencional impidiendo a la luz de la conciencia estabilizarse a voluntad en una idea, una reflexión de más calado, en el canto de un pájaro, la brisa de los pinos al atardecer que hablan de un no sé qué que si se atendiera produciría una reminiscencia de un paraíso perdido, precisamente por falta de atención plena.

 

Purificación. Atender lo real

Esperaré a que llegue

lo que no sé y me sorprenda

Pero vaciaré mi casa de todo lo enquistado.

Benjamín González Buelta

 

Como decía Raimon Pánikkar: “Ver los lirios es conocerlos de verdad -cosa que sólo es posible si estamos libres no sólo de prejuicios sino también de todo peso en nuestra mente. En un lenguaje tradicional, sólo si nuestro espíritu es puro, sólo si está vacío, podemos saber de verdad. Sólo la vacuidad (sunyata) vuelve transparentes las cosas y abre un espacio (akasa) de libertad”. Por eso toda tradición espiritual inicia el viaje de la interioridad, ese peregrinar de la periferia al centro, de una mente distraída a una mente concentrada, con la purificación de su mente o alma, que se realiza entre otras cosas, con la abstención de todo lo que la distrae de lo único realmente necesario, que es estar despiertos, atentos y amantes. Simone Weil decía que amar es tanto como estar atentos. Y esa purificación surge también de la elección de recordar en cada instante a ese “fondo de realidad” que se pronuncia en el presente a través de nuestras palabras, actos y pensamientos, de nuestra vida si quitamos los obstáculos egoístas que le impiden mostrar su verdad, bondad y belleza, que le son intrínsecos.

Y esto es precisamente lo que la atención hace en los primeros estadios de la meditación y/o contemplación, volver una y otra vez al instante presente con plenitud de mirada, libre de categorizaciones, o mejor dicho prejuicios, para que la realidad se pronuncie por sí misma y no a través de mis etiquetas o presupuestos que limitan su insondabilidad. Recolección a recolección de la atención dispersa, conectándola una y otra vez se va despejando el camino de regreso al centro, a la morada. A través de un silencio interior paulatino o sorpresivamente, por intervención de la gracia, la loca de la casa se apacigua, ya no salta del pasado hacia el futuro, y se somete a una función de la inteligencia más profunda, menos dual, capaz de atender y estar al tanto de la buena nueva que la realidad siempre trae en las alforjas del presente.

Como decía Simone Weil, el pensamiento suspendido, disponible. Vacío y penetrable al objeto y sobre todo la mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella”, y en esa atención relajada, en esa mirada amable dar la oportunidad a que los lirios del campo se pronuncien y como decía D. Suzuki, “cuando veo la flor y la flor me ve, esta clase de intuición o identificación recíproca no es visión individual, no es intuición individual. 'Yo veo la flor y la flor me ve' significa que la flor deja de ser flor y yo dejo de ser yo. En su lugar hay una unificación. La flor se disuelve en algo superior a una flor y yo me disuelvo en algo superior a un objeto individual”.

Y para ello, para acceder a estas alturas se puede empezar, por ejemplo, cultivando la atención en el aliento, en el espíritu de la respiración que nos anima y nos une en relación con todos los seres vivos, cultivarla atendiendo el cuerpo que respira, que es la primera morada del hombre en el mundo, y reflejo de esa otra morada que es la casa de todos, la natura. Y atender ese cuerpo, templo vivo que transita por la linealidad de su historia, de una biografía única, para que deje en su caminar, tras cada huella la primavera de una presencia amorosa sobre la tierra, caminando sobre ella con paso atento, como quien recorre un templo sagrado, donde todo es milagro, obra de arte, asombro para el poeta y para el científico, don de gratuidad que conmueve y enamora y responsabiliza hasta la médula, ante la constatación de que todo es un interser, que nada del otro, del prójimo, incluidos todos los seres, me puede ser indiferente, que la tierra es sagrada, que todo en ella significa.

Y ese camino de mil pasos que empieza con el primer paso de la atención es un proceso de paciencia y perseverancia que atraviesa el tiempo y el espacio y para quien se sienta abrumado de ascender desde los valles, o pantanos hasta la majestuosa cumbre de la montaña, os recuerdo las palabras de Simone Weil:

El deseo de luz produce luz, y hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo y atención. Es realmente la luz lo que se desea cuando cualquier otro móvil está ausente. Aunque los esfuerzos de atención fuesen durante años aparentemente estériles, un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos inundará nuestra alma. Cada esfuerzo añade un poco más de oro a un tesoro que ya nada en el mundo nos puede sustraer.

 

La luz de la mirada que ilumina el mundo

Porque todo es luz, luz hecha materia, luz que ilumina el origen de la materia, sólo hay que despejar la mirada, convertirla, interiorizarla para que ilumine el mundo a su paso. “La visión de la Realidad es una visión que la Realidad tiene en nosotros; es llegar a ser real”, dice R. Panikkar. Y cuando uno es real, las ansias de ese yo separado por poseer la tierra se convierten en una metanoia fértil de cuidar las huellas del Amado, los rastros visibles de lo invisible. “Cuanto más puro y más vacío estoy, más clara es la visión, menos distorsionada es la imagen. Somos espejos del todo. La dignidad específica del hombre, decían los escolásticos cristianos, es ser capaz de especular, esto es, ser un speculum de lo real”.

   Como dice el poeta Claudio Rodriguez:

Siempre la claridad viene del cielo;

es un don: no se halla entre las cosas

sino muy por encima, y las ocupa

haciendo de ello vida y labor propias.

Y ver ese rastro de claridad en las cosas es pasar ya por encima de nuestros límites, de nuestra limitada percepción ordinaria, y es lo que recibe el nombre filosófico de trascendencia y el nombre sencillo de amor, es decir que contemplar no sólo es visión sino praxis. Veo la flor, me convierto en flor, la flor se convierte en mí y nos unimos en un amor de profundas implicaciones éticas, pues no hay mejor guardián, custodio, que el amante. El que ama, atiende, cuida, protege, guarda. La atención plena fragua el amor. Nos urge estar atentos a cada detalle que la realidad expresa, como unos padres ante su hijo recién nacido, ante sus necesidades, ante las señales de un ecocidio sostenido durante siglos por una deificación nefasta del dinero, que clama por justicia y restitución del sentido sagrado de la existencia toda. Decía R. Panikkar: “El amor está en la raíz del conocimiento. Este es el descubrimiento de la mayoría de las tradiciones humanas. Amar es ser catapultado hacia el ser amado. Sin el conocimiento, existe el peligro de la alienación”.

Por eso cultivar la mirada contemplativa es desatomizarnos de una cultura anómala y cultivar el amor que le debemos a la hermana agua que corre por nuestras venas y por las venas de la tierra, y dejar de contaminarla con nuestros actos de inadvertencia, que según el Budhha es el mayor pecado -error de tiro-. Inatentos, usamos el agua para lavar a la piedra pantalones vaqueros con miles de litros y complacer una moda de lo superficial mientras una gran parte de la humanidad muere de sed y de aguas insalubres por esa misma industria textil, por poner sólo un ejemplo. Es crecer verticalmente hasta el infinito y dejar de crecer horizontalmente en un espacio finito.

Cultivamos el amor a los bosques cuando en el silencio contemplativo la sinfonía de su musicalidad nos habla de nuestras raíces, de nuestra necesidad de respirar su belleza, de preservar su sombra y su cobijo para las generaciones futuras de seres y cuando podemos decir como el poeta:

Me he sentado en el centro del bosque a respirar.

He respirado al lado del mar fuego de luz.

Lento respira el mundo en mi respiración.

En la noche respiro la noche de la noche.

Respira el labio en labio el aire enamorado.

Boca puesta en la boca cerrada de secretos,

respiro con la savia de los troncos talados,

y, como roca voy respirando el silencio

y, como las raíces negras, respiro azul

arriba en los ramajes de verdor rumoroso.

 

(…) Me he sentado en el centro del bosque a respirar.

Me he sentado en el centro del mundo a respirar.

(Antonio Colinas)

Y sentados en el centro del mundo, que es el espíritu en cada uno de nosotros, el gran libro de la Naturaleza, la primera Revelación del Misterio del Ser que escribe sus signos en el horizonte nos habla por fin al oído íntimo del corazón a través de la belleza de unos versos que son un único verso y nos hace preguntarnos como San Agustín:

Pregunta a la hermosura de la tierra, pregunta a la hermosura del mar, pregunta a la hermosura del aire dilatado y difuso, pregunta a la hermosura del cielo, pregunta al ritmo ordenado de los astros; pregunta al Sol, que ilumina el día con fulgor; pregunta a la Luna, que mitiga con su resplandor la oscuridad de la noche que sigue al día; pregunta a los animales que se mueven en el agua, que habitan la tierra y vuelan en el aire: a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles, que necesitan quien los gobierne, y los invisibles, que lo gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: «Contempla nuestra belleza». Su hermosura es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino la belleza inmutable?

La naturaleza como epifanía o teofanía despierta entonces en nosotros el asombro y suscita la gran pregunta por su origen: ¿quién o qué nos habla en el lenguaje del cosmos? Y para algunos esa belleza inmutable será el atributo de un Quien, para otros de un Qué. Un templo, un centro. Pero sólo el que cultiva la mirada contemplativa será capaz de contestar a la pregunta y dialogar con ese lenguaje de la natura que nace a cada instante, como un don de pura gratuidad, sólo para quien tiene ojos para ver y oídos para escuchar y actuar en consecuencia de lo que ha visto con una nueva piel intelectiva que percibe la unidad en la multiplicidad. Todo queda religado en un trenzado prodigioso, y el clamar de los pobres se entreteje con el clamar de las especies que desaparecen.

 

La vuelta a la plaza del mercado

Y desde el centro y desde el templo podemos ahora regresar por el radio de la belleza al final del viaje, que no es la experiencia estética o mística, en algunos casos, que la contemplación procura, sino el regreso a la vida relacional, a la dulce cotidianidad con la naturaleza y con el prójimo y poder decir, gracias a la luz que se ha encendido en el hondón del alma, como el sabio Lao Tse en su Hua Hu Ching:

Una persona superior cuida del bienestar de todas las cosas.

Lo hace aceptando la responsabilidad de la energía que manifiesta, tanto activamente como en el reino sutil.

 

Cuando mira un árbol, no ve un fenómeno aislado, sino raíces, tronco, agua, tierra y sol: cada fenómeno relacionado con los demás, y el árbol surgiendo de ese estado de relación.

 

Mirándose a sí mismo, ve la misma cosa.

 

Comprendiendo estas cosas, respeta a la tierra como a su madre, al cielo como a su padre, y a todas las cosas vivas como a sus hermanos y hermanas.

 

Cuidándolos sabe que se cuida a sí mismo.

Dándoles a ellos, sabe que se da a sí mismo.

En paz con ellos, está siempre en paz consigo mismo

La atención así cultivada permite al fin contemplar no sólo, como decíamos al principio, la naturaleza interior, y cultivar una ecología del alma, corrigiendo los excesos, cultivando las carencias, así como cultivar una ecología profunda que restituya el valor sagrado de la naturaleza sino que permita contemplar al prójimo y preguntarle, tal como decía Simone Weil: ¿Cuál es tu tormento? “Saber dirigirle una cierta mirada”, y esa mirada -nos dice- “es, ante todo, atenta; una mirada en la que el alma se vacía de todo contenido propio para recibir al ser que está mirando tal cual es, en toda su verdad. Sólo es capaz de ello quien es capaz de atención”.

Las implicaciones éticas de contemplar, pueden quedar así resumidas: permanecer en el templo: el de la madre naturaleza, siendo pontífices entre cielo y tierra, el macrocosmos; en el de nuestro propio corazón, el microcosmos y en relación íntima, fraterna con el del prójimo y exclamar asombrados una alabanza al misterio del Ser que se nos brinda enamorado, expresando en cada átomo una unidad que es tiempo de recuperar por el bien de todos los seres.

(…) reunido por el amor en un solo volumen,

lo que está disperso en hojas a través del universo:

las sustancias, los accidentes y sus vestiduras

como si estuvieran fundidos de tal modo

que lo que de ello digo no es más que un reflejo.

(Dante)

 

Beatriz Calvo Villoria

www.ecologiadelalma.es