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Una actitud que los filósofos han distinguido como un modo sublime de sortear las vicisitudes de la existencia

Es obvio que el ser humano no controla su destino. Puede aspirar a ser mejor, puede modificar sus hábitos, puede crecer y aprender y su vida será en cierta medida más digna y más pacífica. Pero no puede vencer a la muerte, no puede imponerse a las contingencias del tiempo y de la naturaleza o, si acaso, de los dioses. Su rango de acción e influencia es mínimo en un sentido cósmico.

Ante esta situación existencial, sin embargo, tiene la libertad de responder con la actitud que juzgue mejor. Puede aceptar o resistirse a lo que sucede. La filosofía estoica, que goza de una suerte de renacimiento en nuestra época, tiene como uno de sus preceptos básicos justamente la aceptación de todo lo que sucede. No se trata de una amarga resignación patética e impotente, sino de recibir con los brazos abiertos aquello que Dios o el universo nos presenta, con una ecuanimidad que no debe confundirse con mera impasibilidad, sino que por momentos incluso puede llegar a ser una serena celebración del misterio y el destino. Esta aceptación, por otro lado, no significa que la persona se retira del mundo en un quietismo impávido, pues como vemos en el caso de Séneca o del emperador Marco Aurelio, los estoicos fueron en cierta forma hombres de acción. Significa más bien que se actúa cuando se debe actuar, con conciencia de las limitaciones individuales, pero uno no se resiste ni se rebela contra los resultados de los actos. Los toma como sagrados, como manifestaciones de un orden universal superior a la propia voluntad. Escribe Séneca en Cuestiones naturales:

¿Cuál es la mejor consolación para el infortunio y la tristeza? [...] Es que el hombre acepte todo como si lo hubiera deseado y lo hubiera pedido; puesto que lo habrías deseado, si hubieras sabido que todo pasa por voluntad de Dios, en su voluntad y por su voluntad.

Y en una de sus cartas a Lucilo: "Padre y Señor de los cielos, estoy listo para todo lo que es tu voluntad; dame la voluntad para querer en concordancia con tu voluntad".

Esta idea, aunque tiene un sabor altamente estoico, se encuentra en numerosas tradiciones religiosas. El místico alemán cristiano Meister Eckhart incluso comenta estas citas del "filósofo pagano" dentro de la visión eminentemente cristiana de la autonegación. Y por supuesto esto es a lo que se refiere el Padre Nuestro: "Hágase Señor tu voluntad en la tierra como en el cielo". Esta idea la podemos encontrar también, obviamente, en el islam y en el bhakti hindú. Pero curiosamente aparece, en su versión atea, en Nietzsche. Escribe Nietzsche, en la sección 10 de Ecce homo:

Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati [amor al destino]: el no querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aún menos disimularlo ―todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario― sino amarlo.

Nietzsche da una "fórmula" para la felicidad o para la realización del ser humano muy similar a la de Séneca y en alguna medida a la del cristianismo (algo que es curioso, pues Nietzsche es quizá el más grande crítico que ha tenido esta religión). Claro que Nietzsche no considera que los sucesos que se presentan tengan un origen divino o manifiesten una voluntad divina; su actitud es más bien trágica. Sin embargo, su "voluntad de poder", en los momentos extáticos y desmedidos de algunos de sus pasajes, parece cobrar una suerte de aura divina, pues aunque Nietzsche dice que no tiene sentido o propósito, y ciertamente no se trata de algo trascendente, sigue siendo una voluntad cósmica, "un monstruo de energía sin principio ni final", que permea todo. Una fuerza universal con la cual debemos bailar una danza circular, una pista que se repite por la eternidad. El caos como divinidad y la aceptación de su majestuosa brutalidad como el culto apropiado.

 

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