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¿Qué tan cerca está la inteligencia artificial de crear obras pictóricas, musicales o literarias que nos asombren como cualquier otra obra de arte que ya admiramos?

La evolución del ser humano es indisociable de la tecnología. Los instrumentos que hemos usado desde nuestro pasado más remoto hasta aquellos que nos acompañan actualmente son, al mismo tiempo, extensión de nosotros mismos y expresión de nuestra manera de transformar el mundo a nuestro favor. 

La rueda, las máquinas simples, los motores, las tecnologías modernas de comunicación, etc. En cierto modo, las etapas más importantes de nuestra historia como especie están marcadas por un “adelanto” tecnológico que nos hizo dar saltos cualitativos y en muchos casos exponenciales con respecto a otros seres vivientes y, también, en relación con nosotros mismos.

En ese sentido, la tecnología ha sido considerada casi siempre desde su cariz pragmático. Frente a un artilugio tecnológico, lo primero que podemos pensar es en para qué sirve y de qué forma nos ayudará a hacer más sencillas o efectivas nuestras tareas cotidianas.

Pero la tecnología tiene también una relación con el arte, por más que a primera vista ello no parezca evidente. De hecho, si nos remontamos a la distinción aristotélica entre techné, praxis y poesis, es posible advertir cierta escala ascendente que comienza en la mera fabricación material (la techné), pasa después a la acción en sí (la praxis) y culmina finalmente en la creación (la poesis), sin duda sublime pero irrealizable sin los principios bien asentados de la técnica. Si estudiamos la labor de los artistas que más admiramos (de Miguel Ángel a Picasso, por ejemplo), descubriremos en casi todos los casos una práctica continua de las técnicas más elementales de la disciplina artística en cuestión, que desembocó finalmente en las obras admiradas y celebradas por todo el mundo. Miles de horas de dibujar y bocetar, de practicar un instrumento, de ensayar una coreografía, de escribir y equivocarse, son imprescindibles para realizar después obras maestras como los frescos de la Capilla Sixtina, la Novena Sinfonía u Hojas de hierba.

Quizá por este principio de constancia que por momentos puede confundirse con la repetición, en años recientes se han puesto en marcha proyectos tecnológicos que intentan hacer aprender arte a programas de inteligencia artificial para que éstos a su vez creen obras “propias”. Quienes han elaborado estos proyectos siguen, conscientemente o no, otro camino también muy común en la trayectoria del artista: comenzar imitando los trabajos ya reconocidos y celebrados.

Las pinturas anteriores, por ejemplo, no son obra de un artista influenciado por los desnudos ominosos de Lucien Freud o Francis Bacon, sino el resultado de un programa de tipo “red neuronal” (neural network, esto es, estructurado para funcionar como el cerebro humano) que fue expuesto a miles de desnudos pictóricos ya existentes con el fin de que generara sus propias imágenes. El autor del código fue un estudiante de preparatoria en West Virginia, Estados Unidos, llamado Robbie Barrat.

Un principio semejante ha sido aplicado en música y en el uso creativo del lenguaje. El siguiente track, por ejemplo, es obra de un proyecto de inteligencia artificial de producción musical encabezado por François Pachet y el letrista Benoît Carré.

Pachet trabajó algunos años para Sony y actualmente se encuentra en Spotify; en ambos lugares ha sido el encargado de desarrollar programas que “estimulen” la creatividad de compositores y músicos en general, pero a la luz de ciertos resultados, se ha especulado también sobre si eventualmente Spotify generará y distribuirá música por medio de inteligencia artificial, lo cual significaría un gran ahorro en pago de regalías, entre otros costos que se asumen frente a los artistas humanos.

En cuanto a la literatura, la poesía y otras formas artísticas del lenguaje escrito, la inteligencia artificial ha estado involucrada en la producción de novelas, poemas e incluso guiones cinematográficos. Este bot, por ejemplo, propone un juego siguiendo el principio de la máquina de Turing: reta al usuario a descubrir si un poema fue escrito por un ser humano o por un programa informático.

Pero a este respecto, quizá el caso más conocido sea el de la novela que escribió un programa codificado por un equipo de la Universidad del Futuro, situada en Hakodate, Japón, encabezado por el profesor Hitoshi Matsubara. El programa en cuestión era capaz de generar oraciones, descripciones e incluso escenas completas que involucraban personajes y atmósferas específicas, y si bien necesitó de la guía humana del equipo para elegir el material propiamente útil bajo criterios narrativos, el resultado final estuvo a punto de ganar el premio literario Hoshi Shinichi, que el año pasado admitió por primera vez textos generados por una inteligencia artificial: de acuerdo con el comité de organización del certamen, de mil 450 trabajos recibidos, 11 contaron con la asistencia parcial de un software de escritura automática.

Hasta ahora, no hay ninguna “obra” generada por alguna inteligencia artificial que haya sido realmente reconocida con esa denominación. El consenso general suele ver dichas producciones como piezas todavía incompletas, justamente artificiales y en las que siempre parece hacer falta algo: coherencia, sentido, significado o eso indefinible que Walter Benjamin llamó simplemente el “aura” de la obra de arte. 

“Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte”, escribió Benjamin a inicios del siglo XX, intentando descifrar el valor del arte en una época que llamó de la “reproductibilidad técnica”. Asombrado por la tecnología que permitía llevar la Mona Lisa a carteles de todo tipo, a las hojas de un periódico o a la portada de un libro, el filósofo se preguntó si dicha reproducción desenfrenada afectaba tanto a la obra en sí como la manera en que nos acercamos a ella como espectadores, y con la noción de “aura”, que es “el aquí y ahora de la obra de arte”, llegó a una respuesta: la obra de arte es indisociable de las circunstancias de las cuales surge, lo cual puede sonar muy ambiguo o general de inicio pero si reflexionamos un poco hace de ésta una pieza invaluable, irrepetible, pues en dichas circunstancias se encuentran el artista y la sociedad, el individuo y la historia, el instante presente y el flujo imparable del tiempo. 

¿Qué se necesita para que nazca un Leonardo da Vinci? ¿Qué se necesita para formar a un Leonardo da Vinci? ¿Qué se necesita para que un hombre de cincuenta y tantos años pinte un día el retrato de la esposa de un comerciante florentino? A eso se refirió Benjamin al señalar el “aura” de la obra de arte, su “aquí y ahora”. Hay algo de la creatividad que parece indescirfrable porque está relacionado profundamente con la condición existencial del ser humano: su visión del mundo, sus limitaciones, sus posibilidades, su historia de vida, etcétera.

Bajo esta premisa, quizá la pregunta que sigue a dichas reflexiones es si en la inteligencia artificial y los algoritmos que la dominan hay lugar para esa combinación de circunstancias que hacen posible el arte tal y como lo inventó el ser humano. O si, quizá, es posible que sea necesaria otra manera de entender la labor artística.

 

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Imagen de portada: Una imagen generada por el programa Google Deep Dream teniendo como inspiración La noche estrellada (1889) de Van Gogh