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Una problemática que el cine nacional ha arrastrado durante 50 años podría ver su final si se revalorizara la práctica de ver y hacer cine

Cuando se le pregunta al espectador promedio por qué al asistir a Cinépolis o Cinemex prefiere las películas de Hollywood frente a la vasta oferta cinematográfica mexicana actual, la respuesta suele estar orientada a un solo fenómeno: “No me identifico con el cine mexicano”.

Aunque el cine es un abanico de acepciones y aunque cada una de estas sea muy válida, resulta todavía más importante que los espectadores consideren a la “identificación” como un elemento importante y determinante para que una película sea de su agrado.

 

¿Dónde tiene su origen este problema?

En la época de oro (de 1935 a 1950 aproximadamente), los cineastas se esforzaban por equilibrar la calidad narrativa con la calidad audiovisual e histriónica. Lo mismo teníamos a Alex Phillips o Gabriel Figueroa en la cinefotografía que a Dolores del Río o Pedro Armendáriz en los protagónicos. Teníamos a un Emilio Fernández que contaba historias del rancho, a un Julio Bracho que contaba historias de la ciudad elitista, y a Ismael Rodríguez o Alejandro Galindo que contaban historias del barrio. Eran elementos suficientes para valorar al cine mexicano por encima del hollywoodense; y sin embargo, no sucedía. No existía completa identificación del espectador mexicano con el cine hecho en su país.

Ya lo refería Carlos Monsiváis: “en los 50 nació la primera generación de gringos en México”, y José Emilio Pacheco hacía mofa de ello con sus personajes de Las batallas en el desierto: “¿Ya viste la cara de chofer del tal Pedro Infante? Con razón les encanta a las gatas”.

Desde entonces, el cine mexicano era rechazado y el de Hollywood permeaba incluso en el comportamiento de los mexicanos, de tal suerte que la única cultura con la que solía identificarse el paisano era la estadounidense.

 

El panorama del cine actual

Si el origen del problema está en hace más de 50 años, ¿significa que no podemos deshacernos de él?

No precisamente. Aunque hoy ya no tenemos a Julio Bracho (pero sí a Alfonso Cuarón) ni a Gabriel Figueroa (pero sí a Emmanuel Lubezki) ni a Pedro Armendáriz (pero sí a Ernesto Gómez Cruz), con el paso de los años han surgido otros problemas derivados del desdén original y que han devenido en un solo infortunio: el de no vender entradas y no poder rescatar al cine mexicano del hundimiento.

La culpa realmente es de nadie y de todos. Los espectadores se sustentan en el “no me identifico”. Los realizadores culpan a las distribuidoras. Las distribuidoras culpan a los productores. Los productores culpan a los guionistas.

Y todos culpan al mínimo apoyo gubernamental y se vuelve un círculo vicioso en el que el cine mexicano parece tierra de nadie.

No obstante, ha habido populares casos en los que el cine nacional ha trascendido: Nosotros los nobles (Gary Alazraki, 2012) y No se aceptan devoluciones (Eugenio Derbez, 2014) fueron dos de las películas más taquilleras de la historia, según datos del Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE). Pero lo que para los espectadores fueron divertidas y satisfactorias comedias, para los críticos y puristas del cine eran “películas estupidísimas y denigratorias”, como definiera el crítico Jorge Ayala Blanco a una de estas cintas.

En la otra cara de la moneda, Amores Perros (González Iñárritu, 2000) o Sueño en otro idioma (Ernesto Contreras, 2017) significaron para los críticos y festivales algunas de las mejores producciones mexicanas, pero para el público nacional pasaron desapercibidas, y el promedio de ellos salía de la sala queriendo más bien ver alguna del universo Marvel o la última de Rápidos y furiosos.

Pareciera que con el cine mexicano no se puede tener contentos a todos. Sin embargo, si cada uno de los “culpables” estuviera dispuesto a cambiar un elemento en su percepción del fenómeno de hacer y vender cine, quizá el problema iría disminuyendo.

 

¿Qué significa esto?

Que los espectadores tendríamos que ser más abiertos y aceptar que nuestra realidad en ocasiones sí está representada (y muy bien) en pantalla: en México hay pobreza, injusticia social, narcotráfico, entre otros problemas sociales; y no está mal que hagan películas de ello, siempre y cuando lo representen de manera adecuada, honesta y responsable (esto es: no glorificar a un narco o normalizar la indiferencia social).

Significa también que las distribuidoras y exhibidoras podrían (y vaya que pueden) dar mayores oportunidades al cine mexicano, es decir, dedicar más tiempo y más salas a una película nacional.

Significa que el gobierno debe apoyar todavía más a los cineastas en todos sus procesos (desde la preproducción hasta la exhibición).

Pero sobre todo, significa que los los realizadores y productores tienen el deber de contar grandes historias. Si hacer cine en México es considerado una oportunidad única, exhibirlo es un privilegio. Es una oportunidad que se debe aprovechar para poner todo el peso de la calidad técnica en la narrativa.

En otras palabras, deben contar historias de una manera interesante, para un público masivo que logre identificarse no con los directores sino con su obra. Y hacer esto significa encontrar un equilibrio entre las pasiones intrínsecas de los directores y la oportunidad de hacer dinero, es decir, poner en una balanza la complejidad de una historia como Post Tenebras Lux y la venalidad de Nosotros los nobles.

Sólo así tal vez podríamos pasar de únicamente festivalear a completar el ciclo para el que el cine nació: hacerse, ser visto y venderse.

 

Imágenes: 1) María Candelaria (Emilio Fernández, 1934), 2) Nosotros los nobles (Gary Alazraki, 2012) y 3) Alfonso Cuarón en la filmación de su próxima película Roma / IndieWire