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Helmut Schmidt (1918–2015): el canciller de la probidad y de la eficiencia

Política

Por: Jorge Graue - 11/14/2015

Schmidt, el hombre de Estado más respetado de la historia contemporánea alemana (y puede ser posible que algún día se diga que fue el más competente desde Bismarck)

A un mes de cumplir 97 años ha muerto Helmut Schmidt, excanciller de la República Federal de Alemania. Dejó el cargo hace 33 años, sin haber dejado de reflexionar, de escribir y de fumar. 8 años en la cúspide del poder (1974-1982) y muchos más como ministro y miembro del Bundestag forjaron la experiencia del economista y el hombre de Estado más respetado de la historia contemporánea alemana, y puede ser posible que algún día se diga que el hombre de Estado más competente de la nación germana desde Bismarck.

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Lo antecedió en la cancillería Willy Brandt, con cuya gestión Alemania Federal dejó de ser un protectorado norteamericano. Personaje heroico de la resistencia antifascista germana afincada en Noruega, la socialdemocracia alemana le debe a Brandt su ascenso al poder y la República Federal de Alemania, su consolidación democrática. Brandt fue ante todo un hombre de partido, y acaso un patriota. Pero también, como cualquier populista en materia de política interna, un promotor incurable de expectativas irrealizables. En materia de política externa tuvo el carisma, pero sobre todo el asesor –Egon Bahr-- y el discreto y desconfiado supervisor --Henry Kissinger— que cimentaron su famosa Ostpolitik, la cual, merced a ingeniosos tratados y convenios, derivó en una razonable estabilidad política con el Bloque del Este que perduró hasta la reunificación alemana. 

Depresivo, indeciso y descuidado, Brandt tuvo que renunciar a la cancillería tras descubrirse que uno de sus colaboradores más próximos, G. Guillaume, era espía de la República Democrática Alemana. Por si algo faltara para irritar los valores de la extensa pequeña burguesía alemana, el Ministro del Interior, Hans Dietrich Genscher, de quien dependió la investigación, coronó su informe con la novedad de un recuento inmoderado de amigas con las que  el canciller Brandt alternaba en el gabinete privado del tren oficial que usaba para cumplir con sus responsabilidades.

Así, un hecho que comprometía la seguridad del Estado y otros que revelaban más la persistencia de un macho alfa que la discreción de un jefe de gobierno llevaron a la renuncia de Brandt y el juramento de Schmidt como canciller federal. El voto de la socialdemocracia y el de los liberales, con el que los primeros hacían mayoría en el Bundestag, legitimaron su mandato.

Con el aval de su experiencia y de su prestigio técnico, Schmidt, economista de cepa, se abstuvo de hacer promesas. El cumplimiento de objetivos modestos aunque urgentes le hizo ganar la credibilidad con la que venció muy pronto al aún novato y pueblerino Helmut Kohl, candidato de la democracia cristiana, en las elecciones de 1976. El ciudadano, incluso sin ayuda de la novedosa retórica pragmática de su candidato y canciller, podía intuir o convalidar que Helmut Schmidt gobernaba apegado a los criterios de la ética y de la racionalidad política.

Tras las elecciones pudo continuar con un manejo profesional del poder, preocupado por la distensión con los países del Bloque del Este, siguiendo la ruta que había trazado su antecesor. Al mismo tiempo, contribuyó a la articulación estratégica de la Comunidad Europea en su difícil etapa intermedia de despegue. En materia de política interna, sorteó lo mejor que pudo el delicado problema del desempleo en un lapso ingrato y largo de aguda recesión, y enfrentó secuestros y asesinatos por parte de un grupo de ultras, la Fracción del Ejército Rojo, alentados y subsidiados por el terrorismo internacional y protegidos por la extinta República Democrática Alemana. Así llegó a las elecciones de 1980, año en el que se enfrentó, otra vez en alianza con los liberales, al partido demócrata cristiano y al partido socialcristiano de Baviera, en coalición con éste. Precisamente aquél aportó al candidato que desafió a Schmidt en 1980 el temible F. J. Strauss, barril sin fondo de malas mañas y truculencias políticas, ministro de varias carteras del primer canciller, Adenauer, y el fenómeno de la retórica política que más ha embobado a los alemanes desde Adolfo Hitler. Con alguna holgura, Schmidt venció en las elecciones. 2 años después, sin embargo, dejó de contar con el apoyo de su partido, al frente del cual se encontraba el pantanoso Brandt, debido a la instalación de unos misiles a cuenta de la OTAN que iban a equilibrar el poderío occidental con el despliegue nuclear que habían observado los miembros del Pacto de Varsovia.

En vista del resultado adverso de un voto constructivo que por ese y otros motivos Schmidt había solicitado al Bundestag le sucedió esa estorbosa calamidad de la historia reciente de Alemania a la que ya aludimos, llamada Helmut Kohl. Luego de 16 años que parecieron interminables, sucedió a éste el bursátil socialdemócrata Gerhard Schroeder, que perdió las elecciones hace 10 años ya contra una desparpajada luterana llegada del este que anidó políticamente en la democracia cristiana, la señora Merkel, que en su carácter de canciller será la encargada de presidir el funeral de Jefe de Estado con el que se honrará a Helmut Schmidt.

Hosco, y despiadado con los tontos, gozaba poner a prueba sus propios alcances y contrariar los de sus iguales en debates formidables en los que era una dicha seguir su argumentación, en la que escaseaban las metáforas y abundaba una capacidad analítica colosal y un agudo sentido común. Próximo a Karl Popper y amigo durante años del  gran escritor Siegfried Lenz, aquí obviamente desconocido, fue también cercano a Sadat, a Giscard, a Gerald Ford, Lula y a Henry Kissinger. 

Brusco y reservado, agnóstico, cosmopolita (característica atípica entre los alemanes), permaneció casado durante 68 años con una maestra de escuela que terminó siendo una reconocida botánica. Ya viudo reinició, nonagenario, una relación que había dejado pendiente hace más de medio siglo. Teniente tanquistas en el frente ruso, trasladado al frente occidental como artillero de la Luftwaffe, fue hecho prisionero en Bélgica hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial. Conforme a las leyes raciales del Tercer Reich, de haberse descubierto que su abuelo paterno era judío, su destino hubiera sido otro y Alemania se hubiera perdido de su mejor canciller en el siglo XX.