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La coincidencia de los sucesos da cuenta de la brutalidad con que el sistema se defiende ante un sector de la población que quizá podría cambiar las cosas
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Justin Sullivan/Getty Images

Lord, we know what we are, but know not
what we may be.

Shakespeare, Hamlet (IV, v)

 

Él es un ciudadano libre y seguro de la Tierra, ya que está sujeto a una cadena que es lo suficientemente larga como para permitirle recorrer todo el espacio terrestre y, sin embargo, sólo lo suficientemente larga como para que nada lo arranque de los confines de la Tierra. Pero, al mismo tiempo, también es un ciudadano libre y seguro del Cielo, pues también lo sujeta una cadena similar. Entonces, si quiere ir a la Tierra, lo estrangula la cadena del Cielo, y si quiere ir al Cielo, la de la Tierra. Y sin embargo, tiene todas las posibilidades y lo siente así, más aún, se niega a atribuirlo todo a un error del primer encadenamiento.

Kafka, Aforismos de Zürau (66)

Mientras escribo esto, una ciudad a varios miles de kilómetros de donde me encuentro arde en llamas. Es Ferguson, Missouri, cuyos habitantes han tomado las calles para protestar contra la decisión del poder judicial estadounidense de no indiciar a Darren Wilson, el oficial de la policía local que el pasado 9 de agosto mató a tiros a Michael Brown, un adolescente de 18 años desarmado. Michael era negro, como la mayoría de la población de Ferguson. Wilson es blanco, como prácticamente todos los policías en Ferguson.

Mientras escribo esto, se cumple un mes de la muerte de Rémi Fraisse, un joven toulousino de 21 años que protestaba contra el proyecto de la “barrage de Sivens”, el cual pretende convertir un afluente del Tarn en un lago destinado a la irrigación agrícola de la zona. Justo ahí, Fraisse se manifestaba con otros el pasado 26 de octubre cuando, según la versión oficial, lo alcanzó una “granada ofensiva” de la policía francesa. Desde entonces, miles de personas han expresado su rabia contra la policía tomando las calles de Toulouse, Nantes, París y algunas otras ciudades para exigir justicia en el caso. “Ni oubli, ni répit!”.

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Alexandra Turcat / Twitter

Mientras intento escribir esto, titubeo como quien se toca una herida que todavía duele. Para esto no tengo la distancia suficiente como con lo que sucede en Ferguson y lo que sucedió con Rémi Fraisse. Esto está demasiado cerca y el dolor es demasiado vivo. Y, con todo, también hay que narrarlo, presentarlo. Como muchos saben, el pasado 26 de septiembre estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos (localizada en Ayotzinapa, Guerrero) fueron detenidos, secuestrados y torturados por miembros de la policía municipal de Iguala y Cocula, para después ser entregados a integrantes de un cartel de operación local, Guerreros Unidos, todo por órdenes de José Luis Abarca, entonces presidente municipal de Ayotzinapa. En la detención murieron 6 personas (3 normalistas), 25 más resultaron heridas y, hasta la fecha, 43 estudiantes permanecen desaparecidos. En la versión de la Procuraduría General de la República, los 43 jóvenes fueron asesinados y calcinados en una enorme pira encendida en el basurero de la región; sin embargo, los padres de los muchachos no aceptarán una conclusión que no provenga de los análisis debidos.

Cada uno de estos acontecimientos puede mirarse desde la singularidad de su contexto. Ese, en parte, es el enfoque mediático que permite explicar los hechos de Ferguson bajo la idea del racismo, la muerte de Rémi Fraisse como un caso de brutalidad policíaca y la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa como el punto más bajo en la ya histórica corrupción del Estado mexicano.

Por otro lado, podemos considerar la coyuntura desde una perspectiva estructural. Podemos comenzar sospechando de la aparente casualidad de que estos tres sucesos coincidan en tiempo y algunas circunstancias: más o menos al mismo tiempo, jóvenes son asesinados por miembros de un Estado que, al menos en la teoría política clásica, tiene el compromiso de protegerlos. Sólo que sabemos bien que no es así. La policía ―antagonista en las tres situaciones― es en esencia el brazo armado del statu quo, su función es proteger a la clase dominante y los intereses de esta. Lo cual es consistente con el Estado mismo: como bien supieron ver los anarquistas del siglo XIX (Bakunin, Stirner), el Estado es la gran invención de la clase dominante para conservar el poder y protegerse a sí misma. Por eso, anárquicamente, el Estado es el enemigo, porque quizá conceda a su población un puñado de beneficios, pero al final su maquinaria siempre responderá a los intereses de la clase en el poder.

Eso, mucho más histórico, por un lado. ¿Pero por qué precisamente jóvenes? Esto, me parece, es un tanto característico de nuestra época. Tan sólo por su importancia, la población joven del mundo podría ser una amenaza para el sistema. Podría, pero no es. A cambio del condicional, el indicativo. Lo cierto es que, para el sistema, los jóvenes son consumidores, votantes, rating. Somos números. Somos moneda de cambio. Somos la primera generación en la historia de la humanidad a la cual se le ha arrebatado la idea de futuro. Somos huérfanos de lo que queríamos ser de grandes

Puede ser racismo, brutalidad policíaca o corrupción estatal, pero también es la violencia sistémica de la desigualdad, de la acumulación desmedida, de la fantasía del presente perpetuo. La violencia sistémica dirigida contra los endeudados que siguieron la vía que el sistema ofrece para seguir adelante, aun cuando ese avance está condicionado por una pesa que aumenta su tamaño cada día, o contra los ninis, que ni estudian ni trabajan pero no por una decisión suya, no porque así lo quieran, sino porque esas son las condiciones estructurales en que pueden y al mismo tiempo no pueden desarrollarse. Es la violencia que el sistema está ejerciendo contra ese fragmento de humanidad que de pronto duda y piensa que las cosas podrían ser distintas.

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Hace unos días Wajdi Mouawad estuvo en México. Habló de lo sucedido en Ayotzinapa y expresó su opinión al respecto. Para cerrar quisiera recuperar una parte de esa entrevista, un mensaje en donde la desolación convive, todavía, con la posibilidad.

Siempre me sorprende escuchar a los jóvenes de 20 años decir que no se sienten listos para hacer cosas como trabajar, tener hijos, viajar. Cuando los oigo hablar así me surge la idea de que han sido tragados por una bestia. ¿Por qué me siento así? Para mí los 20 años es la edad de los héroes. Los griegos, por ejemplo, tenían 20 años cuando realizaban sus grandes hazañas; Ulises tenía 23 años. Me pregunto: ¿cómo puede ser que en todos los países occidentales, en México, en Francia, en Líbano exista esa convicción en los jóvenes? Creo que hemos logrado apagar a la juventud.

Cada época ha buscado acabar con sus jóvenes; asesinar a sus jóvenes en las guerras. En la Primera Guerra Mundial murieron 23 millones de chicos con una edad promedio de 20 años. Hoy la crisis es una manera de anularlos. Hoy la manera de asesinarlos es hacerles creer que no están listos para hacer nada: “Tú no estás listo porque estamos en crisis; no estás listo para trabajar, para viajar, para tener hijos”. Eso me indigna mucho porque siento que hay una estafa económica, una estafa política.

Me da la impresión de que si no se recuerda constantemente algo así como lo que ha ocurrido, se puede olvidar. Hay muchos eventos trágicos que fácilmente son banalizados. Hay que resistir. Sólo así no se banaliza.

Twitter del autor: @saturnesco