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Si Corea del Norte mantiene sus rigurosas prerrogativas acerca de lo que puede ser fotografiado y lo que no, ¿un libro realizado por un fotógrafo occidental puede ser realmente revelador, o es un instrumento de propaganda del mismo régimen que trata de comprender?

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El supremo líder, Kim Jong-il, visitó una vez una comuna de campesinos. Su mirada se detuvo en unas botas, apenas un momento. La leyenda dice que los campesinos envolvieron desde entonces las botas miradas por el líder y las conservan con fervor religioso.

Las estatuas monumentales de Kim Jong-il y de su padre, Kim Il-sung, que abundan en el país, sólo pueden ser retratadas de cuerpo completo: no se permiten hacer close ups ni retratarlos de espaldas --ni siquiera se puede doblar un periódico si la foto del líder aparece en él.

La figura de los máximos líderes coreanos se eleva a un sustituto cuasi divino, como ocurre cuando la ideología de un país se basa en el culto a la personalidad (y México, con el actual presidente, Enrique Peña Nieto, en realidad no está demasiado lejos de practicar este tipo de "paganismo político").

El problema es que ya sabemos todo esto.

¿Hay propaganda no oficial?

Botas de goma vistas por Kim Jong Il

Botas de goma vistas por Kim Jong Il

Visitar Corea del Norte no es sencillo: sus políticas turísticas son férreas y los lugares que puede visitar el extranjero, acotados. La fotoperiodista alemana Julia Leeb ha publicado un libro llamado North Korea: Anonymous Country, donde documenta sus visitas al país asiático entre 2012 y 2013.

Según cuenta en entrevista con NPR, Leeb entró con visa de turista y durante todo el tiempo que pasó allá estuvo escoltada por tres hombres: dos de ellos sólo se dirigían en alemán a ella, haciéndole preguntas generales sobre cómo ven los occidentales su amada tierra (la periodista dice que los hombres tenían un perfecto acento alemán a pesar de que nunca han salido de Corea, lo cual añade algo de misterio). El tercer hombre --explica Leeb-- era el chofer, que sólo hablaba coreano, y su trabajo era vigilar que los dos hombres encargados de vigilar a Leeb hablaran sólo en coreano entre ellos.

Sin restar credibilidad a la historia (y a muchos otros rasgos del estado de vigilancia en un país totalitario, como la retención de pasaportes o la suspensión temporal de garantías individuales), habría qué preguntarse si este régimen no se aprovecha, en realidad, de fotoperiodistas como Leeb para hacerse un poco de buena prensa en Occidente.

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Tal vez una revisión más cercana del libro nos mostraría algo que no sepamos ya sobre Corea del Norte, pero por las imágenes que están disponibles hasta el momento, Leeb cae bajo el encantador misterio de ser una turista occidental en un parque de diversiones temático de la Guerra Fría.

Lo que es más preocupante es que la monumentalidad y secretismo con el retrato que hacen los occidentales de Corea del Norte, en realidad sirve para que Corea del Norte nos enseñe cómo desea ser vista por Occidente. Creemos que el aparato propagandístico es impresionante gracias a las fotos, pero las fotos muestran solamente lo que el régimen autoriza ver del país.

En estos términos, el ensayo fotográfico de Leeb podría asemejarse a la impresión general que tendría un visitante de la ciudad de México si pasea solamente en los autobuses turísticos, o un japonés que toma fotos de Disney a bordo del tren.