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El ataque a las minorías siempre ha sido una táctica para afirmar identidades hegemónicas; desde el Renacimiento hasta nuestros días, la caza de brujas sigue siendo un chivo expiatorio y un hueco legal que perpetúa peligrosamente una forma legalizada de violencia de género
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El 6 de febrero de 2013, una joven fue quemada bajo acusaciones de brujería. Las leyes de Papua Nueva Guinea permiten que los perpetradores sean absueltos de cargos de homicidio, porque la cacería de brujas no es técnicamente ilegal.

 

Más allá de la vertiente antropológica, mística, religiosa o literaria, la brujería en nuestros días sigue siendo un crimen en la mente de muchas personas, y un alarmante número de jurisdicciones y leyes en muchas partes del mundo avalan que el abuso de mujeres y niños se excuse en acusaciones que ligan a las víctimas con las artes ocultas.

El investigador Mitch Horowitz ha realizado un impresionante recuento de la violencia en nuestros días que es motivada por brujería o por la percepción de ésta por parte de los cazadores de brujas. Comunidades pobres del llamado "tercer mundo" no son los únicos escenarios; hay mujeres asesinadas con saña en las calles de Queens por practicar vudú, y el abuso de niños con "fines rituales" constituye un caso aterrador en los suburbios de Londres.

La new age trajo consigo un renacimiento de los mitos antiguos, desde la Wicca hasta el Feng Shui, por lo que, en las grandes ciudades, la brujería no es sino una especie de medicina alternativa; pero la cacería de brujas no culminó con la quema de las brujas de Salem, ni comenzó con la tortura y asesinato masivo de mujeres en la Europa renacentista, ni con el doloroso proceso de Conquista de las colonias europeas en América: un número impresionante de mujeres mueren cada año en lugares como Papua Nueva Guinea y el África subsahariana, pero también en ciudades como Londres o Nueva York, acusadas de brujería.

Una agencia de protección a los derechos humanos en Nueva Guinea estima que la violencia relacionada con brujería constituye uno de cada cinco casos, por lo que sugieren que dichas acusaciones estarían siendo usadas como coartadas para invisibilizar la violencia de género.

Las misiones evangelizadoras en África Central, especialmente en países como Kenia, Nigeria, la República Democrática del Congo y Sudáfrica han dejado tras de sí una ola de fanatismo religioso que en la ciudad de Kinhasa dejó entre 25 y 50 mil niños sin hogar luego que una predicadora pentecostal de Nigeria, Helen Ukpabio, escribiera que "si un niño menor de dos [años] grita durante la noche, llora y siempre tiene fiebre y su salud se deteriora, él o ella es sirviente de Satán".

Los cazadores de brujas del siglo XXI no necesitan un Maleus maleficarum para identificar a sus víctimas: son los mismos líderes de cultos religiosos quienes los guían, auspiciados por leyes débiles en cuanto a la protección de los derechos humanos de los acusados, y las enfermedades psíquicas, trastornos mentales y demás diagnósticos con los que "Occidente" lidia con sus propios aliados mágicos (los antidepresivos), siguen considerándose casos de posesión demoníaca para los que se prescriben brutales exorcismos.

En 2011, una corte de Arabia Saudita sentenció en dos casos separados a un hombre y una mujer a ser decapitados por cargos de brujería; y en 2013, otra corte sentenció a dos trabajadoras domésticas asiáticas a mil latigazos y 10 años en prisión por embrujar a sus empleadores.

Si los líderes religiosos promueven crímenes de odio y los gobiernos locales no cuentan con la adecuada investigación respecto a crímenes motivados por brujería, y si la educación sigue considerándose una necesidad secundaria en las agendas de los gobiernos, la violencia de género motivada por los miedos y prejuicios de la gente superará, a la larga, la leyenda de las cacerías de brujas del pasado, perpetuando una cadena supersticiosa que extiende su influencia a las leyes mismas.