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El miedo a la nada = la razón del todo

Por: Carlota Rangel - 05/24/2014

¿Es la fe en la ciencia tan miope como la fe religiosa? ¿Puede el hombre, de una u otra forma, encontrar o simplemente comprender cuál es el meollo del universo: la partícula elemental o el soplo divino?

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En pleno siglo XXI se yergue orgulloso en medio del pequeño pueblo de Glen Rose, Texas, el Creation Evidence Museum que, como su nombre apunta, busca convencer a los escépticos de que, tal y como se ha interpretado en el Génesis de la Biblia, la tierra cuenta con no más de 7 mil años de historia, dato especialmente difícil de comprobar tratándose de dicho poblado, pues Glen Rose se encuentra en una zona en la que abundan restos fósiles de dinosaurios que datan de hace más de 65 millones de años. Sin embargo, los miembros de la comunidad dicen tener pruebas de que los humanos y los dinosaurios caminaron juntos por esos lares hace tan sólo algunos miles de años.

Hasta este momento, la fe ciega de la mayoría de los habitantes de este pueblo podría parecernos ridícula y hasta terca. Sin embargo, la fundadora del Creation Evidence Museum argumenta que "requiere más fe creer en la teoría de la evolución que aceptar un simple postulado”; mientras, otro fiel feligrés de Glen Rose opina que tan sólo se trata de distintos sistemas de valores que colisionan, dando a entender que son creacionistas porque, al igual que aquellas personas que creen ciegamente en la ciencia, confían en el sistema de valores que se soporta sobre dichas creencias.

Quizá las personas tan aparentemente cerradas de este pueblo sean menos miopes de lo que pensamos, o quizá sólo seamos igual de miopes que ellos. Hoy en día, basta con expresar la premisa “Es un hecho científico”, seguida de cualquier sarta de falacias y estupideces, para convencer a quien sea sobre la veracidad de una idea azarosa. Y es que la ciencia se ha convertido, desde hace ya algunas décadas, en un argumento irrefutable y casi divino que, paulatinamente, se transforma en algo más parecido a un dogma de fe que a un método de estudio, acercándose, de éste modo, a aquello de lo que en un principio procuraba alejarse: las creencias y prejuicios que privaban a la mente humana de su naturaleza curiosa.

Romper con un sistema de creencias no es, y nunca ha sido, un asunto para tomarse a la ligera: Jesucristo fue crucificado por atreverse a poner en duda el orden cósmico propuesto por sus contemporáneos judíos ortodoxos, lo cual dio pie a la instauración del cristianismo; Copérnico fue considerado hereje por declararse, indirectamente, en contra del teocentrismo cristiano al plantear la teoría heliocéntrica, misma que llevó al desarrollo de una cosmogonía antropocéntrica dentro de la que, tiempo después, Darwin fue tildado de loco por atreverse a sugerir que el hombre era pariente del simio.

La cosmogonía es el motor que hace girar los distintos engranes de una comunidad, influenciando de manera directa la situación política, social y cultural de ésta y transformándose, por lo tanto, en una institución humana que define, delimita, implementa e impone, hasta eventualmente corromperse y negar aquello de lo que en un principio brotó: la duda.

Cuando se pone en duda el sistema de creencias de una sociedad determinada se abre paso al caos. La manera en la que interpretamos el cosmos—llámese religión, ciencia o superstición— refleja la necesidad que tenemos de creer que existe un orden superior al que tenemos acceso, y que nos permite sobrevivir a dicho caos. Probablemente, esta sea una de las más grandes muestras de los alcances del ego humano: nuestro afán por comprender lo incomprensible es lo que nos ha orillado a realizar los más bellos ejemplares de lo que es capaz la humanidad; pero también, los más terribles: muchas de las barbaridades más grandes que hemos cometido se han llevado a cabo en nombre de Dios y, más recientemente, en nombre de la ciencia.pi-drill1

Ya expresó el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, a finales del siglo XIX, que “Dios ha muerto”. A más de 2 mil años de la instauración de las grandes religiones, los argumentos y dogmas que caracterizaron y sostuvieron a civilizaciones completas se muestran incompetentes al momento de ofrecer una teoría que brinde seguridad a la sociedad; sus relatos y explicaciones son incompatibles con el significado que hoy se le da al universo. Hoy nos gusta más la idea de creer que existe un Bosón de Higgs —partícula que supone ser la pieza clave para comprender el modelo estándar de la física, el cual explica la estructura fundamental del universo: cómo a partir del caos nació un cosmos ordenado— que un Verbo que encarnó la palabra de Dios y del cual se originó todo. Pero, ¿son estos nuevos sacerdotes de googles y bata blanca capaces de ver y explicar “el origen” (lo fundamental, la madre naturaleza, Dios…) a través de sus limitados microscopios y telescopios, de descifrar dentro de sus tubos de ensayo “el verbo” encarnado en materia subatómica, de mamar del cosmos y de traducir su mensaje al resto de los mortales? Y si no fuera así, si se “probara científicamente” que la ciencia es incapaz de traducir y explicar el cosmos, ¿qué nos queda creer? ¿Es posible concebir el universo sin considerar la existencia de un “algo” más grande que nosotros mismos —llámese ciencia, religión o superstición? ¿Es posible abandonar todo afán por entender el orden cósmico? ¿Podemos verdaderamente dejar de creer?

Referencias en The Economist y The New York Times.

Twitter de la autora: @complejoreptil