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Las protestas recientes en Brasil reavivan la disyuntiva entre las acciones estruendosas y las consistentes, los movimientos impulsivos y seductores o los procesos constantes y probablemente menos arrebatados.

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Parece obligado, viviendo en Brasil, reflexionar sobre lo que, repentinamente, aquí está sucediendo. Voy a hacerlo.

Pero como me dedico a la educación y he abierto este espacio con ustedes con el fin de hablar de educación, voy a buscar hacer un paralelo o un enlace entre un tema y el otro.

No percibo aires transformadores en las mareas humanas que han salido a las calles en estos días en Brasil. Y serían necesarios. No presiento por debajo de esa peregrinación espontánea y voluntaria ningún proyecto. No los siento ilusionados con nada. Tal vez decepcionados, pero no es lo mismo. Veo mucho ímpetu, muchas energías desplegadas a favor de no se sabe bien qué. Pero tienen voluntad. Y son miles de miles. Se sienten contagiados unos por otros y empujados todos. Una decepción repentinamente honda los moviliza. Cada uno con su decepción (que el costo del transporte, que los gastos abusivos por la copa del mundo, que un proyecto de ley de privilegios, que la corrupción en general, que la desidia política, que los conciliábulos… ), y todos juntos.

No me ilusionan estos movimientos. Los creo, pero no les creo.

Incluso la gran repercusión mediática que los levanta, los multiplica y los conecta me da desconfianza también. La prensa gusta de las agitaciones y muchas veces manipula las zozobras sociales. La prensa –en general- no ayuda; al contrario.

No estoy con esto haciendo un elogio y una defensa del gobierno de Dilma, de los gobiernos brasileros, de los políticos y de la clase dirigente; tampoco del proyecto país Brasil en particular, aunque me interesa y le veo consistencias. Que no muera de admiración por la manifestación popular no me coloca por eso en el lado de la defensa del status quo. Al contrario. Y ahí voy.

Ni unos ni otros tienen un proyecto de transformación social hondo. No hay por debajo un debate político significativo. Son tensiones funcionales –diría- al modelo imperante. Son juegos dentro del mismo paradigma político. Discuten eficiencia y moral, no proyecto.

Vengo ahora para mi terreno, el de la educación.

Nos pasa habitualmente lo mismo. De pronto y como si fuera lo último que fuéramos a hacer, nos mueve un ímpetu repentino y compulsivo y nos movilizamos de a miles en alguna dirección. Casi siempre decepcionados –justamente- por lo que estamos haciendo. Pero nos movemos como locos hacia ninguna parte y lo que podría ser la instalación de un debate nuevo, de calados sólidos, acaba virando hojarasca, pequeñas reivindicaciones sectoriales, catarsis a ninguna parte, exculpaciones y proyecciones, y casi nunca meas culpa. Nos pasa lo mismo y, necesariamente, tiene las mismas consecuencias: el proyecto no cambia; la tensión transformadora honda no se instala. No pasa esencialmente nada, quiero decir. No son éstas las manifestaciones útiles de las transformaciones necesarias.

La bisagra estructural de proyecto, el cambio de paradigma que estamos necesitando en política como en educación no llega por estas vías. Cuando alguna de estas cosas (estas dérmicas desestabilizaciones) pasa, no pasa nada en realidad. Para que pasen cosas deben, antes que nada, contraponerse modelos; el malestar básico que desata la movilización tiene que ser la angustia por lo que que estructuralmente nos está pasando. Que la educación no funciona de verdad, quiero decir. Cosas de esa índole. Problemas. Verdaderos problemas. No agitaciones: problemas. Causas que tocan el ser y mueven a una acción estructurante de nuestra subjetividad. Impulsos íntimos y compartidos. Reacción basal. Renovación proyectual.

El olor a caucho quemado, más que ilusión e ímpetu, me da desazón y dejavú. En educación hemos quemado un sinfín de cauchos sin consecuencias. El humo del caucho es tan tóxico como lo que combate. Y la represión y los muertos no son una conquista significativa para el proyecto nuevo. También en educación tenemos de ésas y nada bueno ha pasado. Debemos buscar otros símbolos, menos estruendosos pero más consistentes. O tal vez sí sirva quemar los cauchos, embanderarnos como patriotas y encapucharnos como bandidos, abrazarnos como hippies libres y cantar como si fuera la última vez, pero siempre y cuando, siempre y cuando!, sepamos qué nos mueve y lo que nos mueve sea noble, hondo y verdaderamente transformador. Si no, creo que trabaja mejor a favor de la resistencia la abulia organizada que estas inútiles y frecuentes manifestaciones vacías.

Twitter del autor: @dobertipablo

Sitio del autor: pablodoberti.com