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Compartir información, una actividad que lleva siglos realizándose, se encuentra a causa de Internet en un estado ambiguo, en el que parece manifestarse en toda su plenitud lo insostenible de la categoría jurídica de "propiedad intelectual".

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Hace un par de meses, por una conjunción un tanto azarosa pero también previsible, y en este sentido más bien demorada, tuve esta idea: utilizar un código HTML que había conocido hace poco y utilizarlo para el asunto más bien simple de compartir PDFs en línea, mostrarlos de manera tal que pudieran verse y también descargarse.

Así fue como comenzó este incipiente intento de comunidad libresca que es Biblioteca Pijama Surf, una serie de post que, gracias al apoyo de los editores del sitio, agrupamos bajo esta categoría. Grosso modo, se trata de libros digitalizados en el susodicho formato de autores de alguna manera afines con la identidad de Pijama Surf. Hasta el momento llevamos tres compilaciones: iniciamos con Philip K. Dick, después vino la de Jean Baudrillard, seguimos con una mezcla de libros sobre mitos y mitografía (La rama dorada, El héroe de las mil caras, La diosa blanca y otros más), después tres de Simone de Beauvoir y recientemente uno sobre Jorge Luis Borges.

Como se ve, la nómina, aunque todavía mínima, ya se adivina diversa, aunque con el secreto denominador común de la confrontación, de estar integrada por esos autores y obras que después de leerlos nos cambian y nos transforman, nos hacen ver el mundo de una manera distinta y, en suma, hacen que seamos otros, así sea por un instante, así sea en un pequeño fragmento de nuestro ser y nuestra existencia.

Por otro lado, en términos técnicos, en todos los casos son libros que ya se encuentran en Internet, a los que es posible llegar sabiendo buscar, labor que es justamente la que hacemos para después reunirlos en una sola página. En este sentido, la comparación con la biblioteca no es tan ambiciosa como suena, pues efectivamente se puede imaginar este trabajo como el de esa persona empeñada en coleccionar los libros de determinado autor o tema para ponerlos después en un mismo estante. Como decimos en todos nuestros posts, en nuestro caso lo único que podemos hacer es agradecer a esas personas que ayer o hace 5 años, en Colombia o en España o en una pequeña ciudad de Estados Unidos, quién sabe, tuvieron a bien trasladar el contenido de un libro impreso a un libro digital y después colgarlo en la Red, un gesto verdaderamente generoso y desinteresado, humanista quizá, cuando se trata de obras que liberan y enriquecen.

Ahora lo curioso es que todo iría de maravilla de no ser porque toqué la imperecedera figura de Jorge Luis Borges, un autor de recepción contradictoria que, por un lado, goza de una profunda estima entre los lectores de prácticamente todo el mundo pero, por otro, sufre una protección a veces rayana en lo ridículo por parte de los protectores de los derechos de autor, una cruzada cuya cabeza visible es María Kodama, viuda de Borges, aunque igualmente no es tan sencillo discernir la responsabilidad en esto del grupo de abogados que la asesoran.

Lo de ridículo, me temo, no es una exageración, o al menos no tanto como esta desmesura defensiva que hace poco menos de dos años, hacia finales de septiembre de 2011, provocó uno de los incidentes recientes más polémicos a este respecto, luego de que la editorial Alfaguara retirara del mercado El hacedor (de Borges), Remake, del escritor español Agustín Fernández Mallo, un ejercicio en el que el autor retomaba los textos del entrañable título borgesiano para, utilizando la jerga del arte contemporáneo, intervenirlos, descolocarlos, resignificarlos, pero también homenajearlos para reconocer y recordar que, en última instancia, Borges fue un autor vanguardista, experimental a su manera, un hito de transformación en el curso de la literatura hispánica. ¿No procedió de manera similar el propio Borges en su “Pierre Menard, autor del Quijote”? En aquella ocasión, la editorial Alfaguara emitió un comunicado que distinguía las cuestiones jurídicas de las estéticas y concluía con estos párrafos:

[…] Una de las muchas innovaciones que Borges trajo a la literatura fue la de usar procedimientos paródicos sobre sus propias influencias, sobre los autores que admiraba y se sentía influido. Si Borges no hubiera existido, Agustín Fernández Mallo jamás hubiera podido escribir un libro como su Remake.

Justamente por ello, pensamos que el suyo es un gran homenaje a la persona que inventó para la literatura española este tipo de procedimientos de apropiación y juego. Borges ideó una forma de hacer literatura de la que Fernández Mallo es un heredero fiel y agudo. Como sus editores, lamentamos que este libro no se hubiera entendido en esa clave.

Más allá de la anécdota, el conflicto atiza la siempre difícil querella en torno a los derechos de autor, la conocida “propiedad intelectual” que para algunos resulta absurda y para otros incontrovertible. En efecto, ¿qué tanto derecho tiene alguien de arrogarse la propiedad de algo que, además de intangible, es posible que termine difundido y por lo tanto difuminado? ¿Quien repite un verso, al hilo de la conversación, tendría que pagar por los derechos cada vez que lo haga?

Por lo regular el límite que se impone a la ética en torno a los derechos de autor es el del lucro económico: al parecer el acto es inocuo mientras no se obtenga una ganancia económica de ello, una ganancia considerable. En otras palabras: mientras no se sea lo suficientemente grande para quitarle ganancias a los grandes consorcios o intereses.

No sé si esta es una reducción injusta e imprecisa, pero al menos así lo entiendo. Si en un inicio, en el siglo XVIII, los derechos de autor nacieron también con la secreta intención de identificar al autor con su obra, de clasificar y vigilar, de, en su caso, responsabilizar, con el tiempo los individuos parecen haber perdido importancia para otorgársela a las empresas. ¿Qué son, si no, los llamados “grandes autores”? ¿No son como marcas cuyos libros se comercializan como cualquier otra mercancía? Desde cierta perspectiva, ¿no comparten esa misma suerte autores tan disímiles (o no) como Paulo Coelho, Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes? Por desgracia, ¿no es esa la aspiración de algunos jóvenes escritores? ¿Convertirse en el principal activo de una de esas empresas que llamamos editorial trasnacional? Nuestro mundo parece por momentos y en ciertos ámbitos una distopía gobernada por las pesadillescas ensoñaciones de Michel Foucalt y Guy Debord.

Con Internet los derechos de autor han experimentado un cuestionamiento que dista mucho de estar zanjado, en buena medida porque la Red ha permitido, como nunca antes en la historia, un flujo casi incontenible e indiscriminado de contenidos, los cuales se comparten a toda hora y por distintos medios sin que parezca que, por sus dimensiones, esto admita algún tipo de control. Música, libros, películas, imágenes, circulan de uno a otro punto, y también a muchos otros, incesantemente, en una tendencia que sería casi festiva de no ser porque, en el cariz oscuro de nuestro tiempo, la vigilancia ha alcanzado un grado de perfección también inédito hasta ahora. Salvo que se cuente con la información y los recursos necesarios, cada transferencia va acompañada de un sello de identificación que, en ciertas condiciones, podría llevar a la de la persona que la realizó: el punto geográfico donde se subió o se descargó un archivo, la dirección IP desde la cual se hizo esto, datos sobre la computadora utilizada y, en algunos casos, información personal asociada y recolectada de servicios como las redes sociales o la dirección de correo electrónico. Si así lo necesita, Internet puede ser un enorme panóptico del cual parece cada vez más difícil desconectar nuestra vida.

Como han ejemplificado otros, esto no sucedía cuando, digamos, compartíamos nuestra música quemando un disco a un amigo o, en una acción que se ha realizado desde hace siglos, prestábamos un libro. Mientras no nos adjudiquemos la propiedad de una obra, ¿no estamos haciendo eso mismo: prestando un libro a un amigo? ¿De verdad el criterio es tan estrecho que cuando ese amigo se convierte en miles o millones, entonces sí es motivo de persecución? ¿De verdad importan más las ganancias económicas que la difusión del conocimiento? Para mí, acaso ingenuamente, basta con otorgar el crédito correspondiente para, en un acto de honestidad elemental, poder utilizar cualquier contenido. Pero fuera de eso, a nada nos obliga esa ilusión tan enajenante que llamamos propiedad.

En fin, no pretendo, en lo absoluto, resolver ni agotar este problema (¿qué va a pasar con el préstamo de libros en la era digital?). Si acaso, quejarme, y esperar que alguien allá afuera también reflexione al respecto.

Twitter del autor: @saturnesco