*

El binomio introversión-extroversión no es totalmente equitativo, pues el mundo parece preferir a las personas abiertas, parlanchinas, arriesgadas, en detrimento de las tímidas y las silenciosas, un imperativo que puede generar sufrimiento innecesario y absurdo.

Una de las dicotomías psicológicas y de personalidad más comunes es aquella que divide el mundo entre extrovertidos e introvertidos, dos clasificaciones opuestas y repelentes entre sí: unos abiertos y deseosos de hacerse notar, otros más bien discretos y con ganas de pasar desapercibidos.

Las cosas, sin embargo, no se detienen aquí, pues situados como estamos en una realidad social, ambos tipos de personalidad son recibidos de diferente manera, según Susan Cain, quien está por publicar un libro al respecto, con marcada inclinación por los extrovertidos.

Asegura Cain que en el sistema de valores contemporáneo existe una especie de “Ideal de Extroversión” que tácita o explícitamente se impone como un estado deseable para todos, un rasero con el cual se miden las actitudes de una persona, especialmente en un contexto público o de contacto con otros. Así, en el ámbito laboral o el social, el amoroso, el político y algunos otros, lo deseable es que sus protagonistas sean extrovertidos, arriesgados, sedientos de fama y de reconocimiento. Y, por el contrario, aquellos que no son ni se manejan así, quedan marginados o francamente excluidos por poseer una personalidad de “segunda clase”, “algo entre la decepción y la patología”. Exigencia que, además, los mismos introvertidos hacen suya con cierta frecuencia, generando un malestar por su propia condición, su innegable personalidad que por este motivo se convierte en un motivo de sufrimiento y pesar —hasta que comprenden que esa es su naturaleza y que ello no debería implicar un valor negativo per se.

Los introvertidos viven a la sombra de un Ideal de Extroversión como las mujeres viven en un mundo de hombres, descartados por causa de un rasgo que está en el corazón mismo de lo que son. La extroversión es un estilo de personalidad enormemente atractivo, al cual hemos convertido sin embargo en un estándar opresivo que, muchos sentimos, debemos cumplir.

Y Cain continúa:

El Ideal de Extroversión ha sido documentado en muchos estudios. Las personas parlanchinas, por ejemplo, se considerar más inteligentes, de mejor aspecto, más interesantes y mucho más deseables como amigos. La velocidad de discurso cuenta tanto como el volumen: a los que hablan más rápido los catalogamos como más competentes y deseables que los lentos.

Un poco por este tipo de prejuicios, totalmente infundados, la escritora llama a reivindicar la introversión, considerar que esta no solo no tiene ninguna relación con la inteligencia o las capacidades sociales de las personas, sino que esta inclinación es de hecho un requisito imprescindible para ciertas tareas valiosas y además importantes tanto en la historia de la humanidad como en la realidad contemporánea.

Algunas de nuestras más grandes ideas, obras de arte e invenciones —de la teoría de la evolución a los girasoles de Van Gogh y la computadora personal— provienen de personas silenciosas y cerebrales que saben cómo sintonizar sus mundos internos y los tesoros que ahí se encuentran. Sin los introvertidos, al mundo le faltarían la teoría de gravedad de Newton, la teoría de la realtividad de Einstein, The Second Coming de Yeats, los Nocturnos de Chopin, En busca del tiempo perdido de Proust, Peter Pan, 1984 de Orwell, The Cat in the Hat, Charlie Brown, las películas de Steven Spielberg, Google (cofundado por el introvertido Larry Page) y Harry Potter.

[…]

Incluso en las ocupaciones menos obviamente introvertidas como las finanzas, la política o el activismo, algunos de los avances más importantes fueron dados por introvertidos. Al Gore, Warren Buffett, Eleanor Roosevelt y Gandhi alcanzaron sus logros no a pesar sino gracias a su introversión.

Y no se trata, en modo alguno, de decir, infantilmente, que unos son mejores que otros, que los introvertidos están por encima de los extrovertidos, sino de revertir el imperativo de la extroversión que, como tantos otros, puede ser para el sujeto una tortura innecesaria y absurda. ¿Por qué debiera alguien sentirse culpable por rechazar una invitación a cenar y preferir pasar la noche leyendo un libro?

[Guardian]