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A veces la literatura aventaja a la ciencia con muchos años de antelación. ¿Cómo puede un solo escritor comprender lo que a muchos otros, asistidos por la tecnología y el conocimiento acumulado, les tomó varias décadas? ¿A los lectores nos toca algo de esa genialidad?

¿Qué sucedería con la humanidad si fuésemos inmortales?, se preguntó Pijama Surf hace unos días, haciendo eco de una investigación académica reciente en la cual, con ayuda de una proyección hecha por computadora, se concluía que la inmortalidad humana solo degeneraría en indiferencia, tedio y un completo abandono hacia el diario existir.

Leyendo el artículo y en especial por los resultados reseñados, me fue imposible no pensar en uno de los mejores y más célebres cuentos de Borges, “El inmortal”, primero de un tomo unánimemente celebrado y reconocido, El aleph. Ahí la raza de los inmortales es sumamente parecida a esta que nos presenta el modelo informático, como si con la certeza de la mortalidad se esfumara también todo interés por la vida exterior (tan insulsa, tan inmóvil, siempre igual a la de ayer y la de mañana). En cuanto a su valor especulativo —a caballo entre la ciencia y la literatura y otras disciplinas no menos imaginativas— uno de los aciertos más notables del relato es ese en el que Borges imagina a los inmortales desprovistos de toda piedad humana («un hombre se despeñó en la [cantera] más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años»), cifrando en dicha carencia el desapego total hacia el mundo y sus sucesos que, suena lógico, sobrevendría si fuésemos inmortales. Un triunfo mucho más auténtico de la banalidad («No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea») que el que a veces cacarean los moralistas de nuestra época.

Esto fue algo de lo que pensé (o pensé que podría pensar) mientras leía el susodicho artículo. Y recordé también otra cosa: la existencia de un libro en que se asegura que Proust, con sus profundas digresiones en torno a la memoria, el pensamiento, las impresiones, la manera en que fijamos una imagen y la convertimos en recuerdo o en que el olvido va erosionando dichas instantáneas mentales, bien podría pasar por un neurocientífico contemporáneo o, mejor dicho, que a principios del siglo XX el escritor francés hizo por sí mismo descubrimientos o sugerencias a propósito de la memoria que solo hasta hace pocos años se confirmaron científicamente (para los curiosos, el libro se llama Proust Was a Neuroscientist y es obra de Jonah Lehrer; también circula un Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain de Maryanne Wolf).

¿Qué pensar ante estos casos? ¿Qué pensar de un escritor argentino que a finales de la década de 1940, solo con su imaginación, cultura y talento literarios, fue capaz de predecir un escenario que ahora, casi 70 años después, monta una avanzada máquina de procesamiento de datos? ¿Qué pensar de un escritor francés todavía más viejo que en los años veinte, con una inigualable claridad introspectiva, fue capaz de distinguir y expresar procesos neuronales que un siglo después pareciera posible conocer casi exclusivamente por medio de resonancias magnéticas y otros procedimientos de refinada tecnología clínica?

Quizá lo siguiente sería descifrar las razones neuronales de dicha clarividencia, trazar con rigor científico el algoritmo de la genialidad que nos permita entender cómo una mente, en apariencia igual a la de cualquier otro, puede alcanzar semejantes alturas especulativas con lo que falsamente podrían considerarse recursos rudimentarios (aunque resulta claro que, comparados con el cerebro, un escáner magnético o la computadora más poderosa que exista están tan atrasados como las herramientas de nuestros antecesores más primitivos).

Por último quisiera dedicar una palabra sobre ese otro personaje que también participa de la creación literaria: el lector. Ciertamente no por acercarse a Borges o a Proust el lector adquiere automáticamente e ipso facto sus habilidades (no basta con leer En busca del tiempo perdido, por ejemplo, para volverse un experto en neurociencia —o en cualquier otro tema). Por más que a veces, como por acto reflejo y luego de pasar una temporada en compañía de estos grandes escritores, el lector se sienta impelido a emularlos —a repetir sus temas, a usar sus palabras o sus fórmulas, a apropiarse de sus manías—, sabemos de sobra que el escritor es una personalidad única, resultado de miles o millones de circunstancias, evidentes e ínfimas, irrepetibles casi todas, que torcieron o enderezaron su devenir encaminándolo hacia una forma demasiado específica de literatura.

Sin embargo, por más que ninguno de nosotros pueda convertirse en Borges o en Proust (y qué alivio saber esto) es innegable que al leerlos, al gustar de su escritura, al sentirla cercana a veces por causas misteriosas, algo de ellos queda en nosotros, algo que me permitiré reducir a una sola expresión: la mirada. Pasa con Borges o con Proust (y con muchos otros, pero no tantos) que enseñan al lector a mirar de una manera distinta al mundo, adiestran su mirada para que recorra perfiles que antes no recorría y quizá ni siquiera mirara, para que descubra detalles ahí donde solo veía lo basto y lo tosco. Pasa con Borges o con Proust que uno aprende a mirar de nuevo el mundo, que al quitar los ojos del libro y los párrafos y ponerlos de nuevo sobre esa realidad otrora baladí, esta adquiere ante nuestra atónita mirada nuevos matices, una pátina especial hecha menos de luz que de significados dispuestos sutilmente sobre los objetos más elementales y las situaciones más cotidianas, atentos al instante en que la mirada y el pensamiento y el recuerdo de lo leído se conjuguen y hagan emerger ese resplandor que ahora parece recubrir al mundo.

Y quizá esto sea más que suficiente.

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