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Los movimientos de disidencia a lo largo del orbe revelan una condición enfermiza, insostenible en el cuerpo social del planeta, es la protesta ¿la sugerencia de amputación?

¿Qué estará pasando en el mundo que aquí y allá, aunque solo por momentos, como si se tratase de interrupciones de un circuito dañado, súbitas pero no azarosas, inesperadas pero en cierto sentido previsibles, surgen expresiones de inconformidad, de hartazgo, de franca oposición hacia los encargados, al menos políticamente, de dirigir un país, de administrar los bienes y las instituciones públicas, de gobernar a sus ciudadanos?

Pareciera que un fantasma recorre no Europa, sino el mundo, y que no es el fantasma del comunismo, sino el del agotamiento o el de la obsolescencia. Algo tienen los gobiernos y la así llamada “clase política” que, a la luz de la tecnología y las revoluciones digitales y las nuevas formas de relaciones personales que éstas crean y reproducen cotidianamente, lucen viejos, cascados, remotos. Como si el mundo de la política no participara de este mundo contemporáneo de vértigo y novedad. Como si aquellos se hubieran demorado voluntariamente. Como si, timoratos o pérfidos, quisieran retrasarse para quedarse a solas, para cerrar sus negocios, para creer que al vigilar el paso de las multitudes controlan a las multitudes.

¿Qué estará pasando en el mundo?

Quizá la respuesta sea sencilla. Quizá, desnudando este asunto de contingencias y circunstancias, quede expuesto un único cuerpo: el del fracaso. Ahí donde la gente se levanta y toma las calles, se encuentra o se esconde un gobierno fracasado. ¿En qué aspecto? El más elemental, el de brindar seguridad y protección a todos sus gobernados, en el sentido más amplio de ambos términos —pero también en el más libre. No me engaño: en ninguna época, mucho menos en la modernidad, el gobierno ha cumplido a cabalidad dicha consigna. Sin embargo, los niveles actuales de miseria contrastan, grosera e indignamente, con esa lujosa división cuasi empresarial en que se ha convertido la política.

Tal vez ese sea el problema de fondo: que los profesionales de la política han traicionado su razón de ser, han pervertido su esencia, su función en esta maquinaria que llamamos sociedad: la de actuar siempre teniendo en cuenta el interés de la mayoría, el utópico, fugaz, inasible “bien común”. Digamos, haciendo eco de la vieja filosofía contractualista, que han roto uno de los puntos más importantes del pacto en el que se cimenta la vida social, que han incumplido su parte. Y recordemos que el rompimiento de un contrato conlleva penalidades o, también, la reescritura misma del contrato si dichas penalidades se revelan insuficientes.

Si bien estos movimientos de disidencia que se han sucedido en los últimos meses —en Egipto, en Libia, en España y, por qué no, en México— tienen todos sus causas propias y de algún modo incomparables, acaso imposibles de reducir a un factor común, podemos pensar, como mera suposición, como ejercicio mental que nos permita entender un poco más el fenómeno, que son secreciones de un cuerpo moribundo, enfermo, corrupto. No su cura, pero tampoco su extremaunción. Suponer que son como la sugerencia de amputación que hace un médico novel recién admitido en el quirófano.

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