Velasco y el arte de mirar lo invisible: botánica, pintura y la obsesión por el detalle
Arte
Por: Carolina De La Torre - 06/16/2025
Por: Carolina De La Torre - 06/16/2025
En los paisajes de José María Velasco Gómez (nacido en 1840 en Temascalcingo, Estado de México), el horizonte no es una línea lejana que separa la tierra del cielo. Es una invitación a mirar más allá de lo visible, a detenerse en lo que normalmente se ignora. Velasco, pintor, científico, naturalista y cronista silencioso de una nación en construcción, transformó el paisaje en una narrativa profunda donde cada hoja, roca y nube hablaba.
Ahí donde el ojo común se resigna al desenfoque, Velasco insistía. Pintaba detalles tan distantes que parecían imposibles. No por capricho, sino por una voluntad casi obstinada de observar. Detrás de cada pincelada existía una mirada entrenada por la ciencia: estudió botánica, zoología, geología, física, anatomía. Su paisaje no era una postal, sino una documentación. Velasco no inventaba la belleza: la encontraba, la clasificaba, la comprendía y luego la mostraba.
Cuando pintaba los magueyes del Valle de México, lo hacía con la precisión de quien conoce su biología. Cada hoja era un gesto del tiempo, cada nopal, una señal viva de la geografía. Esa obsesiva atención al detalle no era decorativa; era una declaración de principios: la naturaleza es protagonista, no telón de fondo. En el Valle de México desde el cerro de Santa Isabel, por ejemplo, hay algo profundamente inquietante: todo está tan nítido, incluso lo más lejano, que la vista se convierte en un viaje topográfico y emocional.
Esa nitidez no es casual. Velasco, naturalista de tiempo completo, se internaba en los cerros con sus libretas, recogía muestras, observaba la forma de las hojas, el movimiento de las nubes, la textura de las piedras. Pintaba en campo, pero también en el laboratorio de su mente. Fue ilustrador de la Sociedad Mexicana de Historia Natural y trabajó en un proyecto inconcluso: La flora del Valle de México, donde catalogaba e ilustraba especies autóctonas. Su pasión por la botánica no era paralela a su arte: era su arte.
Bajo la superficie de algunas de sus pinturas se han descubierto hojas reutilizadas con litografías botánicas: ilustraciones científicas que sirvieron de soporte a sus lienzos. Una simbiosis literal entre ciencia y estética. Velasco no separaba mundos: los fundía. Y esa fusión le permitió mirar como pocos. Mientras otros captaban la atmósfera, él capturaba el poro de la hoja en la bruma.
Pero también hay crítica en su obra. Una crítica sutil, incrustada en la composición. En muchos paisajes, Velasco incluye trenes, fábricas, chimeneas: los signos de la modernidad que amenazaban con devorar lo natural. En esa convivencia forzada entre lo mecánico y lo biológico hay una advertencia disfrazada de equilibrio. Su paisaje es también un campo de tensiones: el avance, la pérdida, la memoria.
Velasco pintaba lo que el ojo no podía ver, pero también lo que el alma no quería aceptar: que todo puede desaparecer. Por eso cada uno de sus árboles es un testimonio, cada sombra un eco. Su realismo no es fotográfico, es existencial. Y en ese hiperrealismo vegetal y mineral habita una verdad: solo quien conoce profundamente la vida, puede pintarla con esa devoción.
Hoy, en una era donde todo es inmediatez , los cuadros de Velasco nos obligan a detenernos. A mirar de nuevo. A darnos cuenta de que hay belleza en lo pequeño, en lo lejano, en lo que usualmente no se ve. Su legado no es solo estético. Es una forma de estar en el mundo: con atención, con pasión, con respeto. Y sobre todo, con una mirada que no se conforma con lo aparente, sino que busca, incesantemente, lo profundo.