«El Chavo del 8» volvió, aun cuando muchos mexicanos no lo soportan
AlterCultura
Por: Carolina De La Torre - 06/12/2025
Por: Carolina De La Torre - 06/12/2025
Este 2025, El Chavo del 8 vuelve a estar en boca de todos. Max (antes HBO Max) estrenó recientemente una serie sobre chespirito y la historia de ese niño huérfano que vivía en un barril, que decía “fue sin querer queriendo” y que durante décadas fue omnipresente en la televisión mexicana y latinoamericana. La producción apunta al homenaje, a la nostalgia, al aplauso fácil. Pero el regreso también destapa una conversación incómoda: ¿por qué tantas personas, sobre todo mexicanas, no soportan El Chavo del 8?
Porque sí, fue un éxito: más de 350 millones de televidentes lo vieron en su mejor momento; se emitió por más de 25 años; fue traducido a decenas de idiomas. Fue pionero en producir contenido original para la televisión mexicana con una estructura propia de sitcom, aunque sin los escenarios múltiples ni el presupuesto de las estadounidenses. Se grababa en un solo foro y con un elenco reducido, lo que no impidió que lograra un impacto continental. Hasta aquí, el logro.
Pero lo técnico no disfraza lo evidente: El Chavo del 8 también es un ejemplo de cómo el entretenimiento puede reforzar estereotipos, anestesiar conciencias y glorificar realidades profundamente injustas.
Uno de los principales puntos de crítica es cómo se representa la pobreza. Don Ramón, por ejemplo, es un personaje entrañable, sí… pero también es el arquetipo del pobre que no quiere trabajar. Que evade responsabilidades, que se burla de la autoridad, que vive del crédito y de la buena voluntad de los demás. Una figura que, aunque caricaturesca, envía un mensaje inquietante: que la pobreza se debe a la flojera, no a condiciones estructurales.
En un país donde millones trabajan jornadas dobles o triples para apenas sobrevivir, esta representación no es solo simplista: es ofensiva.
Otra capa problemática es la glorificación de la inocencia a través de la pobreza. El Chavo es noble, ingenuo, torpe y siempre víctima. Kiko, en cambio, es “rico”, mimado, cruel y presumido. Doña Florinda vive de las apariencias, pero nunca de su propio esfuerzo. Y la señora Clotilde, la “bruja del 71”, refuerza estereotipos sobre las mujeres “solteronas”, excéntricas y desesperadas.
La dicotomía es clara: la gente humilde es buena por defecto. Los que tienen algo, aunque sea apariencia de algo, son ridículos, vacíos o crueles. Una lógica peligrosa, porque también despoja de agencia a los personajes humildes. Son buenos porque no saben más, no porque elijan serlo.
Sí, era parte del formato. Y sí, el público lo aceptaba. Pero claro que hoy resulta incómodo ver adultos disfrazados de niños, no es por una “corrección política exagerada”. Es porque estamos más conscientes de cómo el entretenimiento manipula lo emocional. Ver a señores de 40 años imitando voces infantiles, golpeándose y haciendo berrinches puede parecer gracioso para algunos, pero para otros, es profundamente perturbador.
Aunado a esto televisa exprimió el programa hasta el agotamiento. Se repitió por décadas. Era casi imposible prender la tele y no encontrarlo. Esa sobreexposición también contribuyó al hartazgo. Muchas personas crecieron sin tener opción: El Chavo del 8 era lo que había. Y lo que había, muchas veces, no era lo mejor.
Todo esto no borra lo que fue El Chavo del 8: un fenómeno. Parte de la cultura mexicana, sí. Un espejo de cómo se entendía el humor, la familia, la pobreza y el orden social durante los años 70. Un proyecto que nació con recursos limitados, que se convirtió en referente, y que marcó a millones. Ignorar su importancia sería injusto.
Pero asumir que por ser popular está exento de crítica es igual de peligroso. Lo que millones vieron como comedia blanca, otros lo vivieron como una normalización de la precariedad, como una serie que se reía de lo que duele: la carencia, la humillación, la desigualdad.
La serie de Max seguramente atraerá nuevas miradas. Y quizá, también, nos invite a preguntarnos por qué seguimos mirando al pasado con ojos cerrados. O peor: con los ojos de quien no quiere ver.