La maldición del niño llorón: el cuadro que siempre sobrevivía a los incendios
AlterCultura
Por: Carolina De La Torre - 05/24/2025
Por: Carolina De La Torre - 05/24/2025
Hay rostros que no se olvidan. Hay miradas que parecen mirar más allá del lienzo, del tiempo, incluso del incendio. Uno de esos rostros pertenece al llamado “niño llorón”, un retrato tan popular como temido en los hogares europeos de los años 70 y 80, especialmente en el Reino Unido. Su historia está tejida con hilos de tragedia, misterio y una inquietante coincidencia: la pintura sobrevivía a los incendios. Las casas no.
La escena era siempre similar: los bomberos llegaban a una casa devorada por el fuego, con paredes derrumbadas, muebles calcinados, sueños reducidos a ceniza… y ahí, colgado aún de una pared chamuscada, como si nada hubiera pasado, el retrato de un niño con lágrimas en los ojos, intacto. Un niño de mejillas sonrojadas, rostro pálido, y una expresión que parecía suplicar algo que nadie podía entender.
Ese niño, sin nombre definido pero con muchas leyendas encima, habitaba miles de salas y comedores en forma de reproducciones masivas, vendidas por montones en tiendas británicas de decoración a bajo precio. En algunos hogares se convirtió en amuleto. En muchos otros, en presagio.
Todo estalló —literalmente— en 1985, cuando el periódico sensacionalista The Sun publicó una nota titulada: "Blazing Curse of the Crying Boy" ("La maldición ardiente del niño llorón").
A partir de ahí, las coincidencias se multiplicaron. El diario británico comenzó a recibir cientos de testimonios de lectores afirmando que, después de colgar la pintura en sus casas, habían sufrido incendios inexplicables. Las llamas se llevaban todo, excepto esa imagen. No importaba si estaba colgada, mal puesta o incluso tirada en el suelo: el retrato del niño siempre aparecía intacto.
Algunos bomberos aseguraban haber presenciado al menos 50 incendios donde el cuadro estaba presente y era el único objeto que no se consumía por el fuego. Las supersticiones comenzaron a multiplicarse como llamas en pasto seco: hubo quien decidió quemar la pintura por voluntad propia, con ritual incluido; otros la enterraron o la regalaron con advertencias. Algunos, incluso, afirmaban que tras deshacerse del cuadro, su suerte cambió.
Detrás del misterio se encuentra Giovanni Bragolin, un pintor italiano cuyo nombre real era Bruno Amadio. Fue él quien creó la primera versión del niño llorón, supuestamente parte de una serie de al menos 65 retratos de niños en desgracia, con títulos como “El niño del pañuelo”, “El niño afligido” o “El pequeño vagabundo”.
La historia más repetida —aunque imposible de comprobar— asegura que Amadio pintó al retratado tras conocerlo en un orfanato. El niño se llamaba Don Bonillo y, según el mito, era conocido como "El niño que causaba incendios", ya que donde él iba, el fuego lo seguía. Algunos relatos dicen que sus padres murieron en un incendio, y que su presencia generaba miedo incluso en los religiosos que lo cuidaban. Supuestamente, murió en una explosión de coche a los 19 años.
Pero como toda leyenda, la niebla entre la realidad y la ficción es espesa. No hay registros de que Don Bonillo existiera, ni de que Amadio lo retratara bajo ese nombre. Lo que sí es cierto es que los cuadros se popularizaron enormemente en Europa, y su autor firmaba como Bragolin para vender más reproducciones, especialmente fuera de Italia.
En realidad, no existe ninguna evidencia concreta de que el cuadro cause incendios. Investigadores han planteado hipótesis más lógicas: que las reproducciones estaban recubiertas con barnices ignífugos o que, por su ubicación alta en las paredes, se salvaban del daño más directo de las llamas.
Pero eso no impidió que la leyenda creciera. The Sun, lejos de calmar las aguas, avivó el fuego organizando ceremonias públicas donde se quemaban cuadros del niño llorón, como si exorcizaran un espíritu colectivo.
El miedo se volvió performance, la superstición, espectáculo.
Y el rostro del niño, un ícono silencioso de la fragilidad humana ante lo inexplicable.
Porque hay algo profundamente perturbador —y fascinante— en la idea de un niño que llora en medio del desastre. Un niño que ve arder el mundo y no puede hacer nada. Un niño cuyo dolor parece estar congelado en el tiempo, repetido una y otra vez en salas comunes, pasillos y recuerdos.
Y porque, tal vez, en su rostro vemos algo de nosotros mismos: el miedo a perderlo todo sin explicación, el deseo de que haya una causa más grande —mágica, trágica o maldita— para los desastres de la vida.
A veces, no creemos en la maldición del cuadro, pero sí en la necesidad de tener algo o alguien a quien culpar.