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La comunidad que antes acogía a un joven ha desaparecido, abandonándolos en la orfandad narcisista del mundo contemporáneo

Es muy posible que los primeros 10 o 15 segundos de este video nos parezcan familiares, conocidos, tanto por lo que se dice como por cómo eso se dice. La vehemencia, el mensaje aparente (y el soterrado), la actitud, los gestos. Muchos, en cierta forma, estuvimos ahí. Muchos a los 15, 16, 18 años, quisimos dejar la escuela, huir de casa, ir adonde toda la vida nos habían dicho que no debíamos ir. Muchos desarrollamos una alergia a la autoridad, a la disciplina y a la obediencia, al menos en sus símbolos más obvios: los padres, los maestros, las leyes del gobierno…

Y esto no es casual. La adolescencia, como todo lo humano, es un invento cultural. Tener 16 años es un hecho fisiológico, natural; no así ser adolescente.

Las hipótesis varían, pero en general una de las más aceptadas es aquella que marca el surgimiento del adolescente en el siglo XVIII europeo, en el marco de la Revolución Industrial. Hasta ese momento, no existía una diferencia tan tajante entre el “joven” y el adulto, esencialmente porque el proceso de desarrollo de los niños ocurría aparejado con la vida social de la comunidad, de tal modo que para cuando alcanzaban cierta edad (no casualmente, aquella en la que se manifiesta el segundo despertar sexual importante en el ser humano, entre los 12 y los 14 años), sabían y podían hacer lo necesario para incorporarse a esa misma comunidad, la cual, por otra parte, porque los necesitaba para continuar funcionando, les tenía reservado un lugar. Lo común, a este respecto, era que el joven conociera el oficio de la familia o, en otros casos, fuera enviado como “criado” o “sirviente” de otra distinta a la suya; ahora quizá a algunos esto les parezca inadmisible, que su hijo sea el “aprendiz” de alguien, pero, visto desde otra perspectiva, se trata de un mecanismo muy eficaz para asegurar la continuidad de la sociedad.

La transición tenía entonces algo de automática: el niño pasaba a ser adulto si no suavemente –porque, por otro lado, el cambio de etapas representa por sí mismo ciertas dificultades–, sí al menos atemperado, cobijado por toda una estructura social que acompañaba la adquisición de ese estatus de adulto funcional, responsable, necesario para la comunidad.

Durante la Revolución Industrial, sin embargo, se consolidó una ruptura en esa funcionalidad comunitaria que, entre otras consecuencias, limitó la incorporación de los jóvenes a los procesos propios de la comunidad. El trabajo infantil se prohibió y, en cambio, se generalizó la asistencia a la escuela; los niños pasan más tiempo al cuidado de sus padres y, con ello, la etapa de la infancia protegida va ensanchándose cada vez más, con cierto efecto de “desvalimiento” hacia los niños, quienes si antes estaban obligados a conocer un oficio y, paralelamente, aprender cómo incorporarse a la vida de la comunidad, a partir de esta época se pierde parte de ese proceso de autodescubrimiento y realización propia.

Esto, claro, en el caso de jóvenes cuyas familias podían sostener ese tipo de bienestar. Para quienes no, el panorama era más arduo, pues la sociedad cambió sin tomarlos en cuenta, sin reservarles un lugar en el funcionamiento de la comunidad, como sucedía antaño.

La juventud va convirtiéndose así, poco a poco, en una etapa de dudas, de desconocimiento (tanto subjetivo como del mundo), de enojo, también de creatividad y de compañerismo, en buena medida, todo ello articulado por una condición fundamental: la pérdida de esa estructura que antes acogía al joven en su asunción de su lugar como adulto.

El adolescente, en este sentido, está como suelto, marginado. No por nada uno de los reclamos más comunes de esta edad (como en el video que motivó esta nota), es el de la incomprensión. "Nadie me entiende", dijimos muchos en algún momento de la adolescencia, en buena medida porque a nadie se le ocurre explicarle a un joven no cómo funciona el mundo, sino qué necesita para construir su propia comprensión del mundo, su manera de moverse ahí, la forma de arrebatarle lo que quiere para su vida y que el mundo, por definición, lo retiene.

En el caso de este video llama la atención que ese reclamo se haga ahora al vacío multitudinario de las redes sociales, ese espejismo que nos hace creer que alguien del otro lado de la pantalla nos escucha, pero que, perversamente, lo único que hace es reforzar nuestra propia opinión. Las redes sociales son un poco como esa caverna a la que acudió Narciso en busca de Eco: hablamos sólo para que resuene mejor nuestra propia voz, nuestro propio punto de vista.

No es este, me parece, un video menor. En cierto sentido puede tomarse más bien como un síntoma.

¿Será que ahora, como tantos otros, los adolescentes también están más solos que nunca?

 

Twitter del autor: @juanpablocahz