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Una de las mentes más importantes de todos los tiempos, cuya fascinación por observar el cielo lo llevó a imaginar el primer mapa estelar de la historia

Desde que el hombre tiene memoria, la observación ha sido un pilar de la sabiduría incuestionable. A través de esta práctica tan sencilla y al mismo tiempo tan compleja de entender, la historia de lo humano ha podido explicar eventos innumerables que siguen permitiendo la construcción parcial de la realidad que se conjetura. “Observar con atención equivale a recordar con claridad”, escribió Edgar Allan Poe. Y es que basta recordarnos por qué cada uno de nosotros equivale a una estrella para saber que, significativamente, todos estamos involucrados en el origen del universo.

Dicha correlación cósmica ha llevado inevitablemente a mentes interesadas en cartografiar el cielo; desde ubicar cada punto suspendido en el cielo oscuro, determinar qué hay arriba para entender lo que hay abajo, descubrir las dimensiones del espacio y el tiempo (o lo que puede espejearse igual: el cosmos y su unidad de medida) e inclusive, ubicar a todas las estrellas percibidas por el ojo de una mente inquisitiva, como fue el caso de Hiparco de Nicea, el primer gran cartógrafo de estrellas. 

Hiparco fue astrónomo, geógrafo y un notable matemático. Nació en Nicea, Bitinia (c. 190 a. C.– c. 120 a. C.) pero su lugar de trabajo y constantes descubrimientos fue Rodas (por cierto una de las ciudades antagonistas de Alejandría), en donde estableció un observatorio y construyó herramientas propias para declarar con precisión el atisbo de propiedades cósmicas. A él se deben invenciones trascendentales como la creación de la trigonometría, la división de la Tierra en meridianos y paralelos, el excepcional descubrimiento de la “precesión de los equinoccios”, un admirable cálculo de la distancia entre la Tierra y la Luna –el más aproximado hasta entonces, la longitud de un año –que sólo difirió en 6 minutos con el real– y la más célebre de todas: la primera escala de magnitudes que permitiría medir el brillo aparente de las estrellas y, con ello, ubicarlas a todas ellas en el impoluto negro de un cielo nocturno.

Mediante su magnitud estelar –y el descubrimiento de una insospechada supernova en el año 134 d. C.– Hiparco se propuso mapear todas las estrellas del universo, mismas que habría de clasificar según su brillantez. Así, encontramos a las estrellas de primer tamaño o primera magnitud, que son las estrellas más brillantes del cosmos –se logran distinguir porque son las que hacen presencia desde el ocaso solar y tras la salida del Sol. Les siguen las de segundo tamaño o segunda magnitud, tercera y así hasta llegar a la sexta magnitud, correspondiente a las estrellas inasibles, las que únicamente se les ve con total oscuridad. 

Mediante esta medición de propiedades, Hiparco ubicó 850 estrellas de 48 constelaciones en un catálogo que más tarde habría de volverse célebre gracias al Almagesto de Ptolomeo. Con este gran índice estelar logró proyectar de manera tridimensional algunos de los primeros mapas esféricos –simbólicamente se podría decir que los planetarios, más adelante, fueron uno de ellos. Pero el ejemplo más directo hasta la fecha –y una metáfora sin duda sublime– es la escultura romana del Atlas Farnesio, una réplica exacta de una escultura helenística del dios griego Atlas (‘el portador’), que carga en sus hombros una esfera de gran tamaño. La figura, analizada recientemente por el arqueoastrónomo Bradley Schaefer, supone a Hiparco como el mentor de la obra. Según el estudio, dicha esfera contiene el catálogo estelar de Hiparco con mediciones tan exactas que se cree que el escultor hizo con una réplica de un auténtico mapa celeste en sus manos. Lo que es igual: se trata de una escultura que recrea la imagen del “portador” Atlas sosteniendo los pilares que separan la tierra de los cielos, en este caso, al mundo de los cuerpos celestes.

Así fue como Hiparco de Nicea, uno de los cosmonautas más representativos de todos los tiempos, nos permitió imaginar a través de efusivos mapas estelares que las primeras metáforas astronómicas (y ciertamente existenciales) sobre el origen del universo nacieron justo de practicar la observación que, más allá de ver, requiere de una claridad con gran poder de intuición.