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"Victoria", más que una hazaña técnica, es una película que nos reencanta con la esencia del cine: capturar momentos memorables intensamente

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Si uno asiste comúnmente a las películas que ofrece la cartelera comercial --víctima de la lobotomía cotidiana o de una fuerte dosis de aburrimiento-- es probable que, si todavía queda un ápice de discernimiento, uno deje de creer en el cine. O piense que el cine se ha convertido en otra cosa, en una industria más parecida a la publicidad o a los grandes rides de los parques de atracciones, lejos de las experiencias artísticas transformadoras, todo-permeantes, donde el tiempo es un bloque vital que se transfiere entre la obra y el espectador. Por fortuna el cine sigue existiendo, aunque a veces es difícil saberlo dentro de la gran máquina-burbuja-tautológica de la seudo-realidad que nos invade vía el star system y su confabulación con las grandes corporaciones y las zonas más primitivas y letárgicas de nuestro cerebro. O algo así, el punto es que el buen cine casi siempre está allá afuera, off-Hollywood y requiere que el espectador haga un esfuerzo para encontrarlo. 

Victoria (2015), de Sebastian Schipper, es justo una película que podemos oponer a los grandes derroches de tecnología y efectos especiales de Hollywood que dominan la industria (porque ciertamente no se puede llamar el arte). Podemos oponerla, como una medicina, como un tónico necesario para equilibrar la dilapidación del tiempo y la energía que constituyen las grandes películas-fórmulas de entretenimiento palomero a las que se somete a las masas hipnóticamente. Es un elixir especialmente porque no es una película que tenga un tema especialmente artístico o exquisito o que quiera deslumbrar con sus ideas; es, como tantas otras películas de Holllywood, un thriller: un caudal de sensaciones, un vértigo puro de momentos. Pero a diferencia de la maquinaria artificial, props y prótesis para hacer sentir de la que se sirve de manera automatizada el sistema hollywoodense, Victoria nos hace sentir --a mucho mayor intensidad-- bajo la única prerrogativa de conferir realidad y humanidad, sin recurrir a la prestidigitación o al artificio al cual estamos tan (mal)acostumbrados. La técnica y los recursos cinematográficos sólo existen (deberían de existir) para que los momentos que se están experimentado en la cámara puedan ser transmitidos con mayor fidelidad y nitidez. 

La historia de una chica española (Victoria, la genial Laia Costa) que sale sola de fiesta en Berlín--otra vez la gran capital cultural europea y sobre todo capital de la noche y sus laberintos de energía y clandestinidad (extravío y encuentro)-- es filmada en una única toma en tiempo real. Esta hazaña cinematográfica no es el taimado regodeo-autofellatio-virtuosista de cintas como Birdman de González Iñárritu, sino  el empleo de la técnica al servicio del arte, de la comunicación de sensaciones y emociones que de otra forma no podrían lograr transferirse con tal intensidad. La técnica debe inventarse para satisfacer las necesidades de la obra del artista --como el ojo que nace del deseo de ver-- y no convertirse en un fin en sí mismo, en un loop efectista, en un manierismo o en un estilismo vacío.

La necesidad que magistralmente sirve el plano secuencia único de Victoria es capturar la noche entera en su frenesí, con su embriaguez y desolación, en todas sus capas, la noche amplia de la ciudad y la noche emocional de las personajes. Podemos sentir la espontaneidad de los personas, cómo es estar en Berlín, buscar la vida, enamorarse, drogarse, ofuscarse, sentir las descargas de neurotransmisores y dejarse llevar, perderse. Desear, conspirar juntos, la eufórica liberación de violar estúpida y divertidamente la ley, ráfagas de locura, bailar como si hubiéramos ganado todo... rebasarnos, ir a ese lugar al que nos trascendemos sin retorno. Siendo jóvenes, con buenas intenciones, a veces la misma libertad puede herirnos fatalmente y no hay nada que podamos hacer. Así es el mundo, este es el peligro de la noche y la expansión. La energía de los momentos es algo que está vivo, y el cine tiene el poder de comunicarlo --a veces lo olvidamos. 

Quiero mencionar especialmente dos escenas. La primera es en el café, donde Victoria nos muestra su adorable vulnerabilidad en el mismo movimiento donde revela su fuerza interna, su dinamismo y su sombra latente. Es el momento epónimo del enamoramiento entre dos personas que se acaban de conocer y que están dejándose llevar por la serendipia, por la espontaneidad, por la atracción que ofrece la contingencia de la noche y las concesiones que hace el alcohol. Hay una hermosa naturalidad en esta escena, es genuinamente torpe, de la misma manera que los actores saben que sus errores tendrán que ser asimilados a la secuencia, así el enamoramiento ocurre entre dos personas que se acaban de conocer con sus titubeos y defectos que deberán ser obviados y devorados por el tiempo, por la unidad que asimila las partes sueltas y las purifica.

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La otra escena es el eufórico regreso al club subterráneo de techno. La extasiante explosión en la pista de baile, el abandono a la música, con esa confianza renovada, el high y la destrucción luminosa de la fiesta, la catarsis sin premeditación, la cocaína y los beats y los vasos chorreantes, explotar, desnudarse, cagarse de risa, la frescura de los besos en oleadas. La cámara, surfeando el caos, siguiendo ese momento festivo que ha sido realmente merecido, que no puede ser fingido, puesto que necesita de un ascenso progresivo. Hay que haber vivido (sufrido) antes algo para festejar así y el espectador lo ha vivido con ellos --y, como en un espejo de la memoria dependiente del estado, revive entrañablemente momentos similares de su propia vida, como una esencia, una síntesis personal y colectiva de la juventud. 

Sin dar muchos spoilers, prefiero evitar hablar del final, pero quiero decir que el anillo de la tensión se cierra perfectamente en ese vacío del amanecer, que revela todo el proceso como oscuramente necesario, como una consecuencia de su propio genio al límite. 

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Al acabar la película el primer crédito que vemos en la pantalla negra es el nombre del cinematógrafo Sturla Grovlen, en lo que parece ser un homenaje lógico ante tal proeza. Indudablemente el trabajo del cameraman de esta película pasará a la historia como uno de los más logrados jamás vistos, imposible incluso antes de que la tecnología permitiera cámaras de tan alta calidad fotográfica y de tanta movilidad. Mucho de lo que uno siente al ver  la película es el resultado del movimiento de la cámara en mano magistralmente intimista (que nos hace parte de la pandilla) y el ritmo del plano secuencia; juntos logran hacer una especie de cine psicosomático, en el que las experiencias que viven los protagonistas se trasvasan como si estuviéramos en el teatro y pudiéramos incluso sentir los signos vitales del elenco. Su taquicardia, su malviaje, su angustia desbordándose, sus feromonas volando. 

A diferencia de otras películas de plano secuencias, Victoria se filma sin reserva alguna en las calles y en decenas de locaciones, con escenas de alta complejidad, creando un efecto de inmersión en el que realmente vivimos lo que le está pasando a los personajes y nos involucramos a un nivel de intensidad que me parece pocas veces visto, por eso lo reitero tanto. Victoria es la intensificación de la experiencia en el espectador. Ocurre en tiempo real y, aunque es ficción, lo que vivimos es la realidad que vivieron o crearon los personajes, su tiempo en nuestro tiempo. Como escribe Giorgio Agamben en su ensayo sobre las ninfas, el arte logra no sólo ya inscribir imágenes en el tiempo sino tiempo en las imágenes, tiempo puro, cine puro. 

Mención también a las atmósferas del finísimo Nils Frahm, que son como cortes oníricos, transiciones musicales sobre la trama extenuante, espacio de respiro o contemplación. Por unos momentos la música y el sonido en off nos permiten observar sin participar, vivir breves momentos melancólicos, internalizar la acción, como cuando estamos entre gente y nos abstraemos para tocar base o imaginar realidades alternas. Igualmente los momentos de adrenalina y estupefacción son perfectamente acompañados por ritmos sincopados, realmente sentimos que estamos al borde de perder el control.

La película de Schipper, después de todo, es una victoria para el cine verdadero, para el cine con alma. Una victoria frente a la aparatosidad desencantada del cine hecho mayormente en computadoras, en el que la magia y la intensidad de los momentos no es capturada sino añadida posteriormente como un efecto especial. No es una película perfecta, pero es una película profundamente humana y real. Nos hace darnos cuenta de que necesitamos más realidad, sentir más vívidamente y despertar del letargo en el que nos han sumido las imágenes inertes entre las que nos movemos.  

 

Twitter del autor: @alepholo