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El error no es absoluto ni pesa por fuera de quién, cuándo, cómo, dónde y por qué. El error que nos importa es el que quiebra la secuencia dentro del sistema. Y el sistema es precisamente aquello que la escuela pondera y no practica, la subjetividad de cada quién, la propuesta de cada uno

Carlos_Wood-El_naufragio_del_Arethusa

Como mi hija es una gran alumna, me encantan esos momentos en que le encuentro errores. A ella también.

El error, como la caca o la sangre en el desierto, es una señal de vida. Los muertos no se equivocan, ni cag… El error ayuda, madura y fortalece. Y ella parece saberlo.

El sistema educativo vive encima de un gran malentendido. Cree que cuanto menos errores es mejor; todos: alumnos, maestros, padres, institución, etc. Yo no digo que cuantos más errores es mejor, porque no se trata de eso. El hecho de no evitarlos no quiere decir necesariamente promoverlos. Son cosas diferentes.

Y hay errores y errores. Hay de los buenos, que trasuntan el riesgo asumido por quien los comete. Y hay de los inútiles, que sólo denotan la falta de tesón del que cae en ellos. O me equivoco porque me importa mucho o me equivoco porque no me importa.

El error que nos gusta es el primero. El error de mi hija vale porque ella es una gran alumna, porque está bien constituida, porque tiene con qué. Es decir, porque cuando se equivoca, se equivoca por arriba, por exceso, por riesgo, por osadía, por querer más. Se equivoca porque insiste; porque fuerza. Porque va. No tiene cómo no equivocarse; ya no.

La escuela imagina lo bueno como aquello libre de errores. Le gustan los caminos puros de cuadernos sin tachones. No soporta las rectificaciones; las identifica como debilidad, del alumno y de la institución. Le gusta que no se note. La estimula esa “perfección” nivelada por abajo; la perfección del que no arriesga. Pensar antes de actuar y esas máximas por el estilo. (Justificarte por tu “perfecta” ejecución mezquina… ¡Ay Argentina y la ultima Copa del Mundo de futbol!).

Hay errores que son buenos. Hay errores que son mejores, también. Pero sobre todo, hay errores que son imprescindibles. A esos debemos dedicarnos. Hay errores que son logros.

Equivocarse –de todos modos-- supone muchas cosas. Vamos a desmontarlas. Supone que hay aciertos. Esa lógica binaria muchas veces, y sobre todo en los casos más importantes, no ayuda ni se aplica. El concepto de error supone un positivismo que no me convence. ¿Cuándo está errada la colocación de una coma?; ¿o cuándo es precisa y justa? Sólo es error flagrante en los casos más extremos, y menos relevantes. No va coma y aparte, por ejemplo; pero nada importante está en juego con ese debate. No va coma entre sustantivo y adjetivo de incidencia directa, tal vez. Pero tampoco así levanta vuelo el debate. El trabajo sobre la coma, --esta coma sería un error, ¿pero qué valor tiene?--… El trabajo sobre la coma –decía-- es importante cuando la coma hace parte de un sistema de construcción lingüística complejo y rico; y su acierto o error se construye en relación a su propia lógica como sistema y como estética. Y ahí llega lo del riesgo: cuanto más ambicioso y complejo sea el sistema, más difícil será definir el rol de la coma en él y por lo tanto, más probabilidades de encontrarnos con situaciones no resueltas o mal resueltas tendremos. Y más importante será la coma en él, también. (Cuanto peor escribes, menos relevante es la coma para ti… y ni hablar del punto y coma. Dime cuánto y cómo utilizas tú el punto y coma y te diré cómo escribes…).

Por eso me gusta más la noción de inconsistencia que la de error mismo. La inconsistencia es el quiebre en el sistema; el abandono injustificado de las reglas construidas por el alumno mismo. A ese sistema, en narrativa, le llamamos poética.

Hay otra noción que me inquieta y me estimula: errar bien; saber equivocarse; cometer errores inteligentes.

Para equivocarse bien hay que haber comprendido. El que sabe equivocarse está aprobado. Un buen error es una obra de arte; es una conquista, una creación. Para que aquella nota, allá arriba, acabe desafinada, debo haber tocado de una manera maravillosa y debo haber sabido escoger el momento y la altura donde arriesgar y, tal vez, errar. Aquel desajuste revaloriza el logro. La última filigrana. Un exceso de confianza que denota el logro de sentirme confiado.

Como se ve, se trata de construir esquemas circulares de valor, donde el error y el éxito se concatenan y juegan juntos; uno es envés del otro. Modelos mixtos que complejizan el trabajo y elevan el nivel. Matrices múltiples que nos ayudan a trabajar en espiral y lo que en un nivel es un retroceso, en otro es una ganancia. Valores relativos no porque sean débiles, sino porque valen en su contexto.

La idiosincrasia escolar no está preparada para estos trotes. Está fuera de forma; tiene la cintura dura. Y además, muere de miedo.

Convoca los valores absolutos y los saberes absolutos porque la espacialidad de la complejidad le confunde sus mapas de poder y de control. Y porque ha ido perdiendo inteligencia en el camino y ya no puede lidiar con aquellas matrices que exigen otras preparaciones, además de otras disposiciones. Quiere las cosas claras y se olvida de que cuanto más claro -muchas veces--, más bobo.

No sé si se nota, pero esa noción de sistema que estoy trayendo tiene total relación con nociones en boga y muy ponderadas por el discurso educativo como aprendizaje personalizado o adaptado, inteligencias diferentes, tipos de inteligencias, etc. Salir de las estandarizaciones.

Pues bien, el error no es absoluto ni pesa por fuera de quién, cuándo, cómo, dónde y por qué. El error que nos importa es el que quiebra la secuencia dentro del sistema. Y el sistema es precisamente aquello que la escuela pondera y no practica, la subjetividad de cada quién, la propuesta de cada uno. Si no hay propuesta no hay error del bueno. Cuanto más potente es la propuesta, más riesgos de errores habrá y más valor tendrá el conjunto.

Se nos ridiculiza cuando elogiamos el error, como si fuéramos predicadores del cualquier cosa. Por eso hay que aclarar. No es cualquier cosa; cualquier cosa no vale. No quiero una escuela de cualquier cosa. Ni cualquier error –siquiera-- nos sirve. Es otra cosa, que no es lo mismo que cualquier cosa. Es otra cosa más audaz, por eso más inestable, más propensa a desestabilizarse, más errática, más tentativa, más incierta (que no es lo mismo que insegura), más osada, más profunda, más constructiva, más propositiva. Ella trae consigo la rectificación como parte de sí; como trae la cavilación, la vacilación, la prueba, la experimentación. Es decir, trae una bacteria que en lugar de acabar con la especie, probablemente la haga sustancialmente mejor.

Por cierto, si mi hija Eva no fuera una gran alumna, también me gustarían sus errores, pero no se los avisaría como se los aviso; dosificaría. Porque en ese caso, ella estaría necesitando del estimulo emprendedor –que es una fase anterior--, es decir, de un impulso fuerte y seco a asumir su propia osadía, que es simplemente su honesta subjetividad. Sólo después de emprender, es decir, de jugar fuerte, yo podré no sólo alegrarme cuando yerre, sino contárselo con una sonrisa franca en mi rostro.

Twitter del autor: @dobertipablo