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El efecto de la literatura en los antojos culinarios pertenece a la parte íntima de la lectura, esa que no se discute en ensayos académicos y que, por alguna razón, pocas veces sale a colación en pláticas informales sobre literatura, pero tiene un lugar persuasivo.

Los antojos literarios rebasan en intensidad a aquellos antojos comunes y corrientes, posiblemente por la imposibilidad de alcanzar, de hacer tangible, el espacio de la ficción. Y este fenómeno parece ocurrirle a la mayoría de los lectores. Baste ver el genial libro de Dinah Fried titulado Fictitious Dishes: An Album of Literature’s Most Memorable Meals.

En él recoge los platos que a ella le parecieron más deliciosos, o quizá más curiosos, de algunas de las novelas más célebres de la historia. Están las almejas diminutas de Moby Dick, las deliciosas madeleines de En busca del tiempo perdido, la mesa de té de Alicia en el país de las maravillas y las toronjas de Fear and Loathing in Las Vegas, entre otros.

Aunque su libro siga siendo un espacio de ficción y no podamos probar los platillos literarios, estamos quizá –debido a que los podemos ver– un paso más cerca.