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El soporte material de las cosas que usamos a diario puede convertirse en un vehículo de nuestra subjetividad con un simple cambio de perspectiva ante dichos instrumentos tecnológicos.
lich Roy Lichtenstein, "Spray", 1962 (Stuttgarter Staatsgalerie).

Entre las varias dicotomías presentes en el pensamiento occidental, hay una sumamente cotidiana, que de algún modo experimentamos a diario y que quizá por esto mismo puede pasar desapercibida. Se trata de la aparente disociación entre lo estético y lo práctico, categorías supuestamente opuestas que excluyen lo bello de lo instrumental y viceversa, como si ambas cualidades no pudieran coincidir en un mismo objeto.

En efecto: ha tomado siglos formar la idea de que lo bello, lo hermoso, sólo es propio de instantes improbables y situaciones extraordinarias. Un par de líneas en una novela de 600 páginas, una pintura que le tomó años y años de trabajo al pintor, las nubes que provoca un fenómeno atmosférico inusitado y otros ejemplos afines en los que subyace esa expectativa de lo inusual como condición de lo estético.

Lo práctico, por otro lado, comúnmente se asocia a lo que utilizamos todos los días y que por esto mismo parece excluido por definición de aquello que podría proveernos una experiencia estética. ¿O es que puede ser hermosa una escoba con la que barremos nuestra habitación, el batidor con el que preparamos nuestros hot cakes? A algunos esto incluso les sonará ridículo, irrisorio ―pero, con todo, es posible.

El desarrollo del diseño como disciplina que se nutre de múltiples técnicas y conocimientos nos muestra que la síntesis de lo bello y lo práctico es posible en la cotidianidad. Con cierta relación con esos gestos irreverentes de artistas como Duchamp, Warhol o Lichtenstein, de pronto el diseño nos descubrió que lo que útil o habitual también puede ser estético.

En cierta forma ésta era una conclusión inevitable: si consideramos lo estético como una expresión de subjetividad y, por otro lado, si los objetos que fabricamos o utilizamos habitualmente son vehículo de esa subjetividad, entonces parece claro que uno y otro sentido se encuentran vinculados íntimamente.

De ahí, por ejemplo, la relación estrecha entre determinadas cosas como posibilitadores de movimientos sociales y artísticos, modas, cuestionamiento de tradiciones e ideas heredadas, propuestas nuevas y, en suma, la inasible evolución de nuestras prácticas culturales.

¿Hubiera sido posible el punk sin la ropa de cuero, los amplificadores de sonido o incluso el mundano gel para cabello? Sin las suelas adecuadas para andar en patineta, ¿qué sería de los skates? ¿Cuáles son las “tribus” que surgen a la sombra del apabullante desarrollo de la informática?

Todo esto, que sin duda podemos considerar una forma de la tecnología, es el soporte material de manifestaciones más profundas, más auténticas, diferenciadores sensibles que florecen cuando el usuario se apropia de ellas. Si, por ejemplo, toda una generación cargara en su bolsillo un teléfono como el Nokia Lumia 925, con su cámara profesional que captura fotos de calidad aún con poca luz, cuyo sensor de 8.7 megapixeles y estabilizador óptico permiten fundir tus imágenes con aquello que fotografías, y que además te ofrece múltiples efectos para imprimir un sello personal en cada foto, por ejemplo, el modo Action Shot (toma en acción), que te permite capturar una secuencia de movimientos en una misma foto, o el modo Smart Camera, que toma una ráfaga de fotos que puedes editar en el momento que prefieras, ¿cómo se transformaría el mundo?

¿Cómo serían las muchas narrativas en torno a la imagen que actualmente forman parte de la vida contemporánea? ¿Acaso “el imperio de los signos” conocería una revolución en sus formas y sus códigos? ¿Cómo inicidiría esta herramienta en la narración colectiva, visual, de nuestra realidad? La respuesta está en el aire.