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La cultura es un programa de realidad que puede, y debe, editarse; tú decides cómo vivir tu propio marco cultural.

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Muchos de nosotros aún tendemos a concebir la cultura como algo esencialmente positivo, relacionado con el arte, la música, la lectura, visitar museos, etc, pero quizá en algún momento nos demos cuenta que la cultura es mucho más que eso. De hecho, es algo parecido a un protocolo que utilizamos para experimentar la realidad, una herramienta para mediar entre nosotros y un todo, esencialmente caótico, que puede interpretarse a partir de infinitas posibilidades. 

En sintonía con lo anterior, pero aplicado a una colectividad, por ejemplo un determinado grupo social, la cultura podría definirse como un patrón dominante –por ser el más popular o el más ampliamente convenido–, de creencias y actitudes. Y si bien éste da vida a un marco referencial compartido, que favorece el funcionamiento coordinado entre los integrantes de dicho grupo, también representa un sistema limitante ante impulsos o iniciativas que decidan explorar más allá de los confines de este marco. En este sentido, la cultura también puede traducirse en una especie de prisión, que condiciona ciertas creencias y experiencias, desalentando todo aquello que aún no le pertenece. 

Sobra decir que no podemos vivir, al menos no por el momento, fuera de este sistema. Es fundamental darnos cuenta que la cultura es a fin de cuentas un mapa de realidad, y que como tal, es imposible que sea el propio territorio –como lúcidamente advirtió en su momento Korzybski. Pero por otro lado la idea de combatirla, o menospreciarla, resulta absurdo. Parece, entonces, que debemos imaginar una manera de relacionarnos con ella, que nos permita aprovechar sus bondades y, a la vez, sacudirnos sus limitaciones.

Frente a este reto nuestro fin debería ser el de tomar control de este sistema operativo, editarlo, resetearlo, incluso reprogramarlo. Nuestra interpretación cultural de las cosas sin duda no es la realidad, pero ello no implica que ese marco no sea de cierta utilidad, como tampoco que debamos aceptarlo ciegamente, excluyendo la posibilidad de crear, conscientemente, nuestra propia realidad (y enriquecer así la cultura colectiva). 

En pocas palabras, tal vez la manera más sana de lidiar con ese programa de realidad que llamamos cultura es, primero, darnos cuenta de su esencia: recordemos que es un cierto sistema, entre infinidad de sistemas posibles, que por diversas circunstancias nuestro contexto sociocultural ha elegido. Luego, tratemos de detectar los múltiples programas insertos dentro de ese gran sistema operativo, por ejemplo el lenguaje, el calendario, la familia, o la pareja. Una vez logrado esto, entonces podemos proceder a seleccionar conscientemente los componentes que de esos protocolos deseamos mantener, e imaginemos nuevos elementos para reemplazar aquellos que entorpecen nuestro desarrollo o exploración. Finalmente, repitamos este mismo proceso las veces que sea necesario con la esperanza de que en algún momento no necesitemos más de un mediador entre nosotros y ese caos infinito que podríamos llamar Unidad o Totalidad.

No, el mapa no es el territorio, pero si nos tomamos el tiempo y la energía de utilizarlo como un instrumento a nuestro favor, entonces seguramente este mapa nos llevará a algún lugar. 

Así que quizá la pregunta más pertinente sea ¿cómo puedo entablar una relación simbiótica con mi actual mapa cultural? y aún más allá ¿como puedo consumar ese proceso alquímico que se requiere para transformar una potencial prisión en un vasto palacio?

Y supongo que aquí nos toca a cada uno, hallar nuestras propias respuestas.

Twitter del autor: @ParadoxeParadis